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Histeria beata

Algo falla cuando se encarcela a un par titiriteros con la excusa, falsa, de enaltecimiento del terrorismo, como si por el mero hecho de citar o mostrar determinada palabra o expresión fuese equivalente a la exaltación. Si así fuera, entonces las cárceles y los calabozos serían lugares demasiado frecuentados. Estamos perdiendo el humor y nos estamos poniendo excesivamente solemnes. La combinación da como resultado el ridículo. Por otro lado, se ha subrayado que la calidad del espectáculo dejaba mucho que desear, además de no ser un número apto para niños. De acuerdo, admitamos lo primero: de hecho, espectáculos de baja calidad los hay a montones, y la vida sigue. En cuanto al segundo punto, nos olvidamos de que los niños están acostumbrados a leer y a que les contemos historias bastante crudas y que exhiben una crueldad de alto voltaje. Nos olvidamos de que muchos de estos cuentos infantiles no fueron escritos con la intención de seducir a un público menor. Muchas de ellas son historias macabras y antropófagas que las damos por buenas a la hora de narrarles a nuestros queridos hijos antes de dormir. Nada menos, antes de dormir. Soy padre y sé de lo qué hablo. Si analizamos tales cuentos llegaremos a la conclusión de que, en efecto, se trata de historias muy subidas de tono y que les colamos sin dificultad a los niños que, con los ojos como platos y las orejas bien abiertas, no se pierden detalle alguno. Es más, si a algún padre o madre mojigatos se le ocurre suavizar los episodios más truculentos para no traumatizar, ay, a su criatura, será esta misma criatura la que protestará con razón por el fiasco. Lo sentirá como una estafa, como una trampa innecesaria. Los niños, ya lo habrán comprobado, detestan las variaciones dulzonas de los cuentos. No quieren censuras ni remedos baratos: quieren la historia tal cual, con toda su crudeza, sin recortes ni chorradas propias de padres pusilánimes a los que han vendido la moto de la corrección política. Creemos que los niños son más frágiles de lo que en realidad son. La hiperprotección puede ser mucho más dañina que mostrar las cosas tal cual son. Es cierto que, en algunos temas, hay que ser cauto e ir con cierto cuidado. De acuerdo, pero sin exagerar.

Aquí no ha habido enaltecimiento del terrorismo. Mostrar no significa defender. Que todo el peso de la ley caiga sobre dos simples titiriteros es de una desproporción propia de un país desequilibrado, a todas luces descompensado y con tendencias inquisidoras. A este paso, pronto no podremos hablar de nada sin ser sospechosos de algo. A ese paso, a quien se le ocurra hacer un gesto cariñoso a un niño puede verse comprometido por su propia acción: cuidado, un potencial pederasta a la vista y demás acusaciones propias de mentes histéricas.

Están los rancios de toda la vida, los que no se esconden de serlo, pero también están los progres que están convencidos de poseer una mente la mar de abierta, excepto cuando ponen en cuestión los santos valores de su ideología. Ah, entonces no. La estética puede ser otra, pero la reacción es la misma. Borrar a Dalí, a Pla, a Gerardo Diego y otros del callejero no es más que una soberana, otra, estupidez. Menos mal que Manuela Carmena ha reaccionado y ha asegurado que esas calles con esos nombres serán conservadas. Una buena memoria histórica es inclusiva. París exhibe sin complejos calles, plazas y estatuas de los degollados pero también de los que promovieron la degollina. Porque una buena memoria nunca puede o debería ser sectaria, sino completa.

Pero volvamos al teatro de cachiporra, que suelen ser suelto de lengua y algo desvergonzado. Los inquisidores de turno, nerviosos ellos, ven fantasmas desde que se levantan hasta que se acuestan. Siempre sacando las cosas de quicio y dando excesiva importancia a lo que en verdad está muy lejos de tenerla y, a la inversa, pasando por alto asuntos sangrantes y bochornosos. Uno hace el ridículo cuando solemniza en exceso lo nimio.

Sin embargo, vuelvo a lo de antes: los niños, desde siempre, han ido creciendo con relatos bastante crueles, escuchando historias escabrosas en las que los protagonistas eran quemados, devorados o envenenados, por no decir cosas peores: mutilaciones y asesinatos en serie en Las zapatillas rojas y Barbazul, niños abandonados a su suerte, como en Hansel y Gretel.

Los traumas infantiles hay que buscarlos en otras fuentes: en el maltrato o en la ausencia de amor, en las palizas o en las broncas continuas y sin razón aparente, pero no en un espectáculo de guiñol, por muy procaz y subversivo que éste sea. Los niños han sobrevivido a esos cuentos terribles, y ahí siguen, exigiendo su dosis nocturna y terrorífica de otro cuento más, por favor, papá.

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