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Antonio Papell

La dificultad de pactar

En este país, los pactos y coaliciones son muy difíciles de formalizar, como lo prueba empíricamente el hecho de que, tas unas elecciones generales que por primera vez en democracia admiten diversos desenlaces, parezca casi imposible formar una mayoría estable de gobierno. Quiere ello decir, por simple deducción, que la enemistad entre opciones políticas rivales es más profunda que en el contexto geopolítico del que formamos parte, ya que de los 28 países de la UE, en 24 gobiernan aliados dos o más partidos.

César Molinas, en un artículo que hacía referencia al conflicto catalán, explicaba atinadamente que, como señaló Aristóteles, para que la democracia pueda funcionar, "hace falta que exista entre los ciudadanos una amistad civil basada en unos principios compartidos, en un respeto y en un afecto mutuos que hagan posible la concordia. Sólo así, en concordia, puede funcionar la democracia porque es un sistema de gobierno que supone que la minoría aceptará las decisiones de la mayoría como válidas para todo el colectivo y que la mayoría respetará a la minoría no transgrediendo los límites marcados por la amistad civil aristotélica".

Sucede sin embargo que éste es un país cainita, en el que la desconfianza ante el vecino predomina sobre la familiaridad espontánea. Tal presunción podría ser un simple tópico si no estuviera respaldada por una larguísima historia de desentendimientos desde comienzos del XIX, con un centenar de convulsiones en aquella centuria, principio de un proceso que concluyó en la más dramática y sanguinaria guerra civil del siglo XX en Europa. En el sobconsciente colectivo de los alemanes, pongamos por caso, está el hecho de que el nazismo, por definición interclasista, fue combatido por las mismas derechas e izquierdas democráticas que reconstruyeron el país en 1945. En el de los españoles, en cambio, están todavía los espectros de la guerra civil, agitados incesantemente por el continuo rescate de fusilados de las cunetas y la memoria todavía herida de los nietos de quienes se exterminaron entre sí a conciencia, antes de que el régimen de los vencedores, sin la menor piedad hacia los vencidos, durara casi cuarenta rígidos años de victoria y dominación. La dicotomía entre rojos y azules no es sólo descriptiva en nuestro país: encierra odios africanos que la racionalidad ya no admite pero que surgen de nuevo cada vez que dejamos divagar el instinto a sus anchas.

En las antípodas de Aristóteles, Carl Schmitt, antiliberal y antiindividualista, rehabilitado modernamente por la izquierda intelectual, teorizó sobre la esencialidad de lo político nucleado en torno a la distinción entre "amigos" y "enemigos", el "ellos contra nosotros" como inspiración radical de la acción política a la hora de resolver conflictos. Sostenía que la enemistad política es tan intensa que ignorarla es tan suicida como intentar resolverla desde la racionalidad.

Conviene abrir creativamente ese debate sobre la capacidad de negociar de los españoles, sobre la disposición a fórmulas de convivencia híbridas y paccionadas, porque corremos el riesgo de que el régimen político se desencamine definitivamente si no somos capaces de gestionar este último mandato complejo de la soberanía popular. Decía Benavente, mejor psicólogo que dramaturgo, que "más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor", y aquí tenemos buenas pruebas de ello. Por lo que los líderes de las formaciones nuevas y los de los viejos partidos tienen que combatir esta tendencia de forma expresiva y audible, para que la sociedad, que se ve reflejada en ese espejo, asimile que las democracias no tienen sentido si no cultivan un proselitismo activo de la fraternidad, de la condescendencia entre diferentes, de la disposición a convivir.

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