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Antonio Papell

Inadmisible bloqueo

La solemne decisión que el electorado español adoptó el pasado 20 de diciembre ha de revisarse porque no ha resultado aceptable para la clase política. Este osado e inquietante diagnóstico ha sido emitido por los principales partidos poco tiempo después de efectuado el recuento y una vez que se ha constatado que el PSOE, aunque más disminuido que nunca, es la pieza esencial de cualquier alianza de gobierno, por lo que su negativa apriorística a pactar por su derecha o por su izquierda hace imposible que, con estos mimbres, pueda ser investido un presidente del Gobierno, un primer ministro.

Como ya han explicado los medios, de los resultados del 20D podría obtenerse un gobierno PP-PSOE, a la manera de la "gran coalición" alemana, o un gobierno de izquierdas PSOE-Podemos-IU-minorías nacionalistas, aproximadamente como el modelo portugués. Además, podría pensarse en un gobierno del PP en solitario o del PP con C's, siempre que el PSOE estuviera dispuesto a abstenerse. También, lógicamente, también sería posible un gobierno de concentración, que resultaría muy útil si, como han propuesto PSOE, C's y Podemos, se fueran a desarrollar una reforma constitucional y una revisión de la ley electoral, que requieren gran consenso. Pero el comité federal del PSOE el máximo órgano entre congresos ha vetado solemnemente cualquier entendimiento con el PP incluso la abstención en una hipotética investidura y todo acercamiento a Podemos si la formación de Pablo Iglesias no desiste de considerar innegociable la convocatoria de un referéndum de autodeterminación en Cataluña. En realidad, Pedro Sánchez ya había adelantado tales líneas rojas, que el comité federal ha consolidado, sin entrar a analizar naderías intrascendentes como el hecho de que algún presidente de comunidad autónoma lo sea con el permiso y el voto de Podemos.

Los distintos razonamientos que utiliza el PSOE para declinar alianzas por babor y por estribor son, en el análisis micropolítico, comprensibles. Pero si se eleva la perspectiva, resulta que la negativa socialista a facilitar la gobernabilidad es, en cualquier caso, muy difícil de entender y todavía más difícil de explicar. De los 28 países de la Unión Europea, en 24 gobiernan coaliciones de dos o más partidos. Y la socialdemocracia gobierna en ocasiones con la mayor naturalidad en coalición con el centro derecha en Alemania y en Austria, por ejemplo y a veces con los socialistas y/o los populistas, como en Portugal. Que aquí el PSOE sea incapaz de aproximarse a cualquiera de sus vecinos en el arco ideológico es, como mínimo, un exotismo.

Que Podemos, que viene de donde viene, se encastille en el núcleo duro de su ideología la lógica leninista y la teoría gramsciana de la hegemonía, como acaba de describir con afinada crueldad Rafael Jorba, resulta inteligible. Pero que el PSOE, que abandonó el marxismo en 1979 veinte años después de que el SPD hiciera lo propio en el célebre congreso de Bad Godesberg, y que ha gobernado esta democracia en dos largos periodos de catorce y siete años, ejerza un puritanismo ideológico tan intenso que le impida cerrar pacto alguno, carece de sentido.

La ciudadanía de este país, que intenta salir a trancas y barrancas de una crisis que se ha debido en gran parte a la escasa destreza de la clase política y que exige con toda la razón que sus gobernantes se ocupen con todas sus fuerzas de reducir el paro y recuperar al bienestar perdido, no van a entender el desaire si las fuerzas políticas imponen unas nuevas elecciones. Y castigarán con dureza a quien consideren culpable del desaguisado.

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