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Eduardo Jordà

Venta de garaje

Hace años, cuando pasé una temporada en América, llegué a la casa que me habían asignado en el college. Y lo primero que vi, al bajarme del coche de la encargada de la universidad que me había llevado a mi nueva casa, fue una pareja que vendía todos sus trastos en el jardín, tres o cuatro casas más abajo. Era un domingo de agosto y ya se ponía el sol. No había un alma en la calle. Yo acababa de llegar a un sitio que apenas conocía, cansado por un largo viaje en avión y otro largo viaje en coche. No tenía ni idea del sitio en que me tocaría vivir, y la verdad es que no me hizo ninguna gracia ver a aquellos dos vecinos con pinta de vagabundos, vendiendo las pocas cosas que tenían en el jardín delantero de su casa. Había un letrero escrito a mano que decía "Jumble Sale", y al lado un tocadiscos, y una mesa boca abajo, y una pila de cajas sucias de cartón. Y un hombre y una mujer de mediana edad bebían cerveza, sentados en los escalones del porche, esperando que alguien les comprara aquellas cosas que ni un loco querría meter en su casa.

Pensé que aquella escena, que parecía sacada de un relato de Raymond Carver, era muy mala señal para iniciar una nueva vida. Y más aún cuando vi que mi nueva casa estaba junto a las vías del tren, pero precisamente en el lado malo "the wrong side of the tracks", como me había dicho la empleada del college, es decir, en la zona más peligrosa donde vivían los pobres y los marginados. Al día siguiente, nada más levantarme, fui a la casa de la "Jumble Sale". Vi una montaña de latas vacías de cerveza sobre el césped, basura por todas partes y un precinto del ayuntamiento que impedía la entrada. En el porche había un cartel que decía "Casa no apta para ser habitada". Tragué saliva y pensé que tendría que acostumbrarme a vivir en un vecindario peligroso, tal vez no demasiado apto para ser habitado. Por suerte no fue así. Andando el tiempo, descubrí que el barrio que me había tocado era mucho más agradable de lo que presagió aquella primera escena callejera. Entre mis vecinos había unos estudiantes que fabricaban compost y tenían un huerto ecológico, una guardería infantil, una residencia universitaria, una familia que llenaba el porche con calabazas cuando se acercaba Halloween y unos negros muy amables que trabajaban en el college. Gente normal, si es que alguien se merece ese calificativo.

Cuento esto porque a veces las cosas no resultan tan adversas como nos habíamos imaginado en un principio. Y lo digo porque recuerdo bien el estado de ánimo en que vivíamos en la época en que me fui a vivir a América, hace tres o cuatro años. Muchos de nosotros dábamos por inevitable un cataclismo social y quizá el desmantelamiento inminente de muchas cosas que siempre habíamos creído irremplazables. Había mil cosas que creíamos amenazadas de muerte y que estábamos seguros de que la crisis se llevaría por delante. Los periódicos, por ejemplo, y con ellos los quioscos, y los libros en papel, y no digamos ya las editoriales serias, y los teatros, y cualquier clase de actividad poética. Todo eso estaba destinado a vivir una especie de existencia clandestina, como el samizdat de la época soviética, sólo al alcance de unos pocos aficionados y lunáticos. Y había otras muchas cosas que dábamos por casi extintas: los sindicatos, las pensiones, los subsidios a los parados, por ejemplo, todo eso estaba en peligro de muerte y quizá no resistiese un año más. Venían muy malos tiempos y teníamos que acostumbrarnos a vivir en una sociedad "no apta para ser habitada", igual que la casa destartalada de mis vecinos de la "Jumble Sale", eso que aquí se llama "venta de garaje".

Por suerte, también nos equivocamos en eso. Por supuesto que hemos vivido tiempos muy malos, pero muchas de las cosas que dábamos por amenazadas de muerte siguen aquí. Los periódicos, sin ir más lejos, o los quioscos, que sobreviven a duras penas, pero sobreviven. Igual que sobreviven las buenas editoriales, y los teatros, y las salas de conciertos, y los sindicatos, y las pensiones (¿por cuánto tiempo? Eso sí que no lo sabemos). En estos años todos hemos vivido peor, sin duda, y todos conocemos a gente que lo ha pasado muy mal. Pero misteriosamente todo aquello que dábamos por perdido ha conseguido mantenerse en pie. A costa de injusticias sangrantes, claro que sí, y del dolor de mucha gente inocente, pero aquí sigue. Y de momento, aún no ha llegado la hora de la "Jumble Sale".

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