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Jose Jaume

¿No se ha dejado a nadie en el camino?

En una de las irreales apariciones que el presidente Rajoy protagoniza en los medios de comunicación desde que tuvo a bien proceder a la convocatoria de elecciones dijo, pagado de sí mismo, que su Gobierno ha sacado a España de la crisis "sin dejar a nadie en el camino". El estruendo de lo que acontece en Cataluña no está permitiendo ponderar como merecen las ofensivas declaraciones del jefe del Ejecutivo. Desde que los secesionistas presentaron su moción en el Parlamento del Principado, se suceden los inflamados llamamientos para que se salvaguarde la unidad de España, "patria común e indivisible de los españoles", reza la Constitución. Parece que a un pronunciamiento estrictamente político, sin efecto jurídico alguno, se responde casi desatando las siete furias. No descartemos que en los cuarteles generales de la derecha se esté cavilando si Cataluña sirve para ganar las elecciones. Hay quien ya lo ha dejado escrito. Cuando esos tiempos nominalmente convulsos que estamos viviendo pasen, politólogos e historiadores escudriñarán las causas por las que se hizo imposible (al menos hasta hoy) responder a un desafío político desde la política sin buscar afanosamente la judicialización de la situación. Bien mirado es un paso en la buena dirección: antes, en unas décadas no tan lejanas, a esa clase de desafíos secesionistas se replicaba movilizando a los militares, en el caso de que éstos no se movilizaran por su cuenta, que era lo que acababa por suceder demasiadas veces.

A la espera de conocer en qué queda lo de Cataluña, qué da de sí la foto en la que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición aparecen en La Moncloa, serios, cariacontecidos, supuestamente analizando los acontecimientos, ocupémonos de las declaraciones de Mariano Rajoy. No se ha dejado a nadie en el camino, declara ufano. ¿A nadie? ¿Nadie se ha quedado tirado en la cuneta, abandonado a su suerte, para que se las componga como buenamente pueda? ¿Qué ocurre con los casi cinco millones de parados, con los que se han quedado sin el subisidio y agotadas las prestaciones? ¿Dónde se han quedado las familias a las que no se le ha dado ni un euro de la Dependencia? ¿Qué ha sucedido con los jóvenes que se han visto obligados a abandonar la universidad porque se les ha eliminado la beca? ¿Y los que han tenido que migrar para buscarse la vida? ¿No se han quedado en el camino los millones de españoles que las estadísticas oficiales certifican que están en trance de exclusión o viven en el umbral de la pobreza? En la nómina hay que añadir a los desahuciados, porque más allá de buenas palabras, poco más ha habido. España parece que es el único lugar del planeta en el que además de dejarte en la calle sigues teniendo que pechar con la deuda contraída. No hay forma de que las entidades financieras acepten la llamada dación en pago. No ha podido ser que un Gobierno que ha estado provisto de la mayoría absoluta lo haya legislado.

Las cunetas de la crisis se hallan sumamente concurridas, al contrario de lo que afirma Mariano Rajoy. Su densidad poblacional es elevada. Pero para la realidad que nos dibuja el presidente no existen los caídos en los años del desastre, porque nadie ha sido abandonado en el camino; el estado del bienestar ha sobrevidido incólume. La palabrería hueca de Rajoy esconde un enorme cinismo: el del gobernante al que le importa un bledo que amplios segmentos de la población española estén en precario; para Rajoy, un hombre que desde tiempos inmemoriales se traslada en coche oficial, el típico producto del funcionariado creado por la derecha española para que queden blindados sus viejos privilegios, el que los gobiernos socialistas, todo hay que decirlo, no tocaron sino que emularon, que ha llegado a la presidencia del Gobierno por el desistimiento del partido socialista en 2011, el enorme sufrimiento que buena parte de la ciudadanía española ha soportado no se ha de tener en consideración ni tan siquiera a beneficio de inventario. Rajoy aparece ahora una y otra vez en cuanto medio de comunicación se lo solicita para recitar su cantinela de la recuperación económica. Si el periodista que le interroga se adentra por universos ajenos al marmóreo discurso presidencial no obtiene respuesta. Rajoy no sabe o replica con un "oiga, hay que mirar al futuro", como si el inmediato pasado, el que decisivamente desde su cargo ha contribuido a diseñar, no lo condicionara. Si hasta, contraveniendo cualquier lógica democrática, ha dejado aprobados unos Presupuestos Generales del Estado que tendrán que ser reelaborados por el futuro gobierno, el que surja de las elecciones del 20 de diciembre.

Mientras tanto estamos condenados a enredarnos en el problema catalán, el de siempre. Los secesionistas exhiben una carencia estrepitosa de inteligencia táctica: ¿Será verdad que lo que hacen puede darle al PP la mayoría en las urnas? El afán con el que se ocupan del asunto las cadenas de televisión y los medios adscritos a la derecha más belicosa así tienden a constatarlo. Escuchar las tertulias madrileñas, incluidas las patrocinadas por la televisión de la Iglesia católica (no se perciben por ningún lado los nuevos aires que dicen soplan desde el Vaticano, sino que sigue atizando recio el viento insuflado por el cardenal Rouco, nominalmente jubilado), es entrar en el lado oscuro. A los desquiciados trileros del independentismo catalán, que son bastantes más que los personalizados en Artur Mas, conviene no olvidarlo, se les responde con invectivas viejas, las mesetarias de siempre, las de la España castellana, a lo que se ve incapaz de entender que algo habrá que hacer: ese algo es política. Mucha política. Por encima de todo política. La que Mariano Rajoy ignora. La que proclama Pedro Sánchez sin concretarla. La que Albert Rivera se niega en redondo a conceder a los separatistas, al poner sobre la mesa un discurso más duro, solo que mejor articulado, que el evanescente, por intentar definirlo, del presidente del Gobierno, al tiempo que Pablo Iglesias clama en el desierto que se autorice un referéndum pactado, que, sin duda, los independentistas perderían. Mañana igual es tarde.

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