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Antonio Papell

No es un plebiscito

La consulta electoral de mañana en Cataluña no es un plebiscito, ni podrá servir en modo alguno para justificar decisiones que no se sujeten estrictamente al ordenamiento vigente, que en este país es impecablemente democrático. Este es un Estado de Derecho, en el que no caben los subterfugios jurídicos, y el hecho de que la Generalitat o la mayoría parlamentaria catalana no haya podido convocar un referéndum de autodeterminación porque la Constitución no lo autoriza (la potestad de convocar referendos corresponde al Estado) no permite recurrir a un fraude de ley para simular un plebiscito que, bien lo saben los teóricos de la ciencia política, requiere siempre rigurosos requisitos para asegurar su validez y legitimidad.

Ello no significa en modo alguno que los resultados de estas singulares elecciones autonómicas, en que la mayoría de los independentistas se han agrupado en una lista unitaria, sean irrelevantes. No hay duda de que lo que salga de las urnas nos ilustrará a todos acerca de dónde está cada cual y con qué respaldo social. Quienes han asumido, también por mandato popular, la dirección de las instituciones del Estado estarán obligados a tomar en consideración, como siempre, la decisión popular expresada en votos. Pero ningún resultado justificaría la violación de la ley, la vulneración de la Constitución que todos nos hemos dado, y también los catalanes (no está mal recordar que la Constitución de 1978 recibió el respaldo de más del 90% de los ciudadanos de Cataluña, con una participación del 68%).

Sin duda alguna, la elite política del independentismo sabe que la comunidad internacional no aceptaría en modo alguno una declaración unilateral de independencia del parlamento de Cataluña. Y no lo haría, no por algún prejuicio ideológico contra la fractura de los Estados (que existe, pero que no es directamente operativo), sino porque tal actuación sería ilegal en España. El camino para la secesión pasa, como bien se ha explicado, por la reforma constitucional previa, difícil pero no imposible porque nuestra Constitución, como todas las democráticas, es abierta, es decir, tiene mecanismos internos que permiten su reforma por determinados procedimientos.

Así las cosas, es evidente que el contencioso catalán, antes y después del 27S, sólo tiene una solución, que es la de la negociación y el pacto. Es decir que, sin perjuicio de que cada cual mantenga interiormente sus puntos de vista, se trata de buscar una aproximación en torno a un statu quo que se aproxime a las reclamaciones catalanas de forma que resulte aceptable a todos los demás actores del Estado español. En otras palabras, se trata de abrir una negociación multilateral que promueva un consenso federalizante hasta encontrar un equilibrio en el que cada protagonista se sienta razonablemente cómodo. El empeño es difícil pero no tanto como fue improvisar la carta magna del 78, en la que concurrieron franquistas y comunistas, republicanos y monárquicos, socialdemócratas y liberales, nacionalistas de todo pelaje y jacobinos impenitentes.

Estamos también en puertas de unas elecciones generales que pondrán fin a un periodo de mayorías absolutas que ha dificultado objetivamente el diálogo fluido y la negociación abierta. Tras ellas, las fuerzas catalanas nacionalistas y no nacionalistas y los cuatro grandes partidos españoles deben enfrascarse en un proceso intenso de búsqueda de soluciones. De hecho, partiendo del basamento constitucional que conserva en gran medida su valor y su utilidad, hay que proceder a una reforma que actualice el marco de convivencia y lo prepare para recorrer otro largo periodo de fecunda fraternidad, capaz de conseguir una síntesis creativa de la intensa diversidad, que ha de ser considerada más riqueza que lastre en la construcción del futuro.

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