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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Crematorio en Misent

Ahora que ha muerto el escritor Rafael Chirbes, quienes lean sus necrológicas o se enteren ahora de quién era pueden caer en el error de confundirlo con un simple autor de panfletos disfrazados de novelas, es decir, con alguien que escribía novelas truculentas para denunciar la gigantesca corrupción urbanística en la Comunidad Valenciana. Y en este sentido, sería fácil asimilarlo a esa izquierda gritona que se pone camisetas de todos los colores y se dedica a alborotar desde los parlamentos como si estuviera participando en una ruidosa carrera de sacos.

Pero por fortuna Rafael Chirbes no tenía nada que ver con esta izquierda demagógica y superficial. Por hondura intelectual, por conocimientos literarios, por su fidelidad a la novelística del siglo XIX que conocía al pie de la letra, y sobre todo por su actitud y por su carácter Chirbes vivía solo, en una montaña de la Marina Alta de Alicante, sin más compañía que dos perros y dos gatos, y desdeñaba las tracas pirotécnicas de eso que se ha venido en llamar "vida literaria", no había nadie más alejado que él de la literatura simplona que en realidad no es nada más que pura trampa y pura demagogia. Porque Chirbes era muy inteligente, muy lúcido y muy pesimista, y sabía que el mundo era demasiado complejo como para explicarlo a través de simples fábulas de buenos y malos. Y además, Chirbes sabía que el ser humano era un pozo sin fondo igual que el pantano que aparece en su novela En la orilla del que podía salir cualquier cosa en cualquier momento. Cualquier cosa, repito, desde un cadáver a un peligroso cargamento de amianto o un amor perdido.

Cada vez que he leído entrevistas o ensayos de Chirbes me he quedado sorprendido boquiabierto, mejor dicho por la hondura de sus conocimientos y por su inagotable capacidad de reflexión. Y quizá me atrevería a decir que no había otro novelista actual en nuestro país que manejase tan bien los conceptos históricos y las ideas artísticas. Chirbes podía hablar de las teorías de Marx o de la música de Bach, de las novelas de Galdós o del mundo de La celestina, de Venecia o de un arroz a banda, pero siempre lo hacía desde una visión del mundo que se había construido él solo, paso a paso, y que al final había acabado siendo un lugar muy parecido a esos hostales o a esas casas de campo en las que a él le gustaba vivir: sitios siempre solitarios y escarpados, nada hospitalarios ni accesibles ni agradables. La ideología de Chirbes no era un secreto para nadie era de izquierdas, muy de izquierdas, pero desde luego no había nadie que la defendiese con la sensibilidad ni con la inteligencia con que él lo hacía. Y sobre todo, a diferencia de tantos y tantos artistas que se escudan en su "activismo" para dar gato por liebre, Chirbes no caía nunca en esa insoportable superioridad intelectual de los "comprometidos" que miran a los demás por encima del hombro, porque ellos son los "buenos" y los únicos que saben lo que está bien, mientras que los demás todos los demás son los "malos" que siempre actúan por egoísmo o interés o vileza. Chirbes, en cambio, hacía justo lo contrario, y siempre decía que los personajes más odiosos de sus novelas como los constructores enriquecidos o los arribistas que habían traicionado los ideales de su juventud eran los personajes en los que había puesto más cosas de sí mismo. Incluso había acuñado un término literario la tercera persona compasiva con el que identificaba esa forma de narrar que él había hecho suya y en la que no había buenos ni malos, porque todos los personajes, por antipáticos u odiosos que fuesen, tenían algo que los justificaba o que impulsaba a compadecerlos. Y así era Chirbes: no jugaba a hacerse el bueno, no jugaba a hacerse el incorruptible.

El padre de Chirbes murió cuando él tenía cuatro años, y su familia quedó en tan mala situación económica que el niño Chirbes tuvo que criarse en los orfelinatos de la posguerra. Sospecho que Chirbes nunca logró recuperarse de esa profunda herida moral. Y de ahí, de ese desamparo inicial y de esa pobreza y esos orfelinatos, surgió la ira y la rabia que fueron alimentando todas sus novelas. Y así también surgió Misent, el pueblo imaginario de la costa valenciana en el que Chirbes situó algunas de sus más conocidas ficciones, como las de Crematorio convertida en una exitosa serie de televisión, o como las de algunas de sus novelas que retratan los años de la Transición. Y si alguien quiere saber cómo fue este país nuestro en los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI, sólo tiene que asomarse a Misent y observar lo que allí ha ocurrido. Y pase lo que pase dentro de muchos años, cuando nadie recuerde quién fue Eduardo Zaplana o quién fue Francisco Camps, Misent seguirá existiendo y seguirá siendo real, con todos sus habitantes y con todas las historias que allí sucedieron. No hay mejor herencia ni mayor triunfo para un escritor.

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