En los últimos días, nuevos y alarmantes casos de presunta corrupción han vuelto a manchar la actividad política de las islas y ponen a distintos cargos públicos, entre ellos el president Bauzá y el conseller de Salud, Martí Sansaloni, ante el escrutinio de la Justicia para que ésta investigue si, con su actuación, han incurrido en algún tipo de responsabilidad penal.

Son supuestas irregularidades que se suman a las indagadas desde hace largo tiempo y que incrementan el divorcio existente entre una ciudadanía cargada de problemas y necesidades cotidianas, todavía sujeta a la crisis económica, y una clase política que, en demasiados casos, demuestra vivir en un mundo aparte y hace un uso de sus responsabilidades que genera un rechazo social tan fuerte que en muchas ocasiones lleva la indignación al límite.

Si dos semanas atrás veíamos al alcalde socialista de Lloseta, Bernat Coll, sentado en el banquillo de los acusados, en la semana que hoy finaliza hemos contemplado cómo la Audiencia Provincial ordenaba profundizar en la investigación del president Bauzá para determinar si ha incurrido en algún tipo de responsabilidad penal con su veto a la concesión de nuevas farmacias. Casi de forma paralela, el fiscal Horrach entregaba al juez Castro la durísima confesión de Rodrigo de Santos y el testimonio de la declaración de Bárcenas en el Parlament, relativas a las aportaciones empresariales para pagar la sede del PP en Palma. Hoy, estas actuaciones conforman ya una pieza separada más del caso Palma Arena, ligada a la trama Gürtel. La semana negra de los populares se ha completado con la condena del exministro Jaume Matas por recibir sobornos de un hotelero, y la imputación de su candidato en Calvià, José María Ruiz, por una presunta malversación cometida, junto con su equipo, cuando fue máximo responsable de IB3. Podríamos recordar también las recientes imputaciones de los alcaldes del PP en Pollença y Vilafranca.

Los hechos llevan a una imparable judicialización de la vida política y no puede extrañar que los estudios demoscópicos y las consultas a cualquier nivel desvelen un creciente distanciamiento entre ciudadanos y gobernantes y un marcado desprecio por la política en general. Visto el panorama, lo llamativo sería lo contrario.

El hecho de que el PP relaje ahora la aplicación de su propio código ético, del que se había enorgullecido hasta la fecha, constituye un nuevo motivo de preocupación. Ya no dice que borrará a los imputados de sus listas. Lo condiciona al contenido de las declaraciones judiciales y a saber si el juez de turno ordena el encausamiento. La tibieza, en estos casos, no constituye nunca una reacción afortunada, pero lo es mucho menos ante la proximidad de una convocatoria electoral. Por esta vía se alimentan las generalizaciones que sitúan a todos los políticos en el mismo saco de la corrupción.

A los partidos políticos mayoritarios en las distintas instituciones de Balears no les queda otra alternativa que no sea la del esfuerzo por recuperar la confianza del electorado, pero ello pasa, ineludiblemente, por expulsar a los corruptos. Deben hacerlo de forma inmediata porque este primer semestre de 2015 constituye una época crucial sobre la que confluyen la convocatoria electoral y el reto de afianzar una cierta recuperación económica. Sin una reacción clara y eficaz, que parece muy difícil a la vista del cierre de filas de los portavoces populares, muy en la línea de Bauzá a lo largo de toda la legislatura, estarán abonando una desafección democrática muy alarmante. No hace falta ser adivino para pronosticar un fuerte crecimiento de las alternativas que basan sus opciones en el rechazo frontal a una forma de hacer política que ha generado un rosario de corrupciones, condenas y procesos pendientes de juicio. Arriesgar el futuro gobierno a un pulso entre el hartazgo ciudadano y el miedo al radicalismo supuestamente regenerador es jugar muy peligrosamente con la estabilidad social y económica.