El constitucionalista Francisco Rubio Llorente ha publicado un artículo para poner provocativamente en duda ese aparentemente legítimo derecho de los Estados a cerrar sus puertas a cal y canto a la inmigración. De hecho, esto no se discute en Ceuta o en Melilla, aunque sí se divague profusamente sobre la licitud y sentido humanitario de los medios que se utilizan para tal fin. Un fin que, como dice dicho articulista, realmente consiste en proteger las riquezas propias del apetito de los pobres de este mundo. La fortaleza europea „y sus distintas secciones nacionales„ se erige precisamente para evitar que haya que prorratear con extranjeros el bienestar interior. Haya o no racismo, haya o no recelo cultural al ingreso del diferente en nuestro recinto de desarrollo social, el veto a la inmigración es el resultado de un indisimulable egoísmo.

Indisimulable e indisimulado. Y si no me creen, miren a Alemania. El gobierno de coalición alemán „es decir, no sólo el centro-derecha, también el centro-izquierda„ ha puesto en marcha un proceso encaminado a expulsar a los inmigrantes europeos que en seis meses no hayan conseguido un puesto de trabajo. Aunque la medida es de carácter general, está dirigida sobre todo a los gitanos procedentes de Rumania y Bulgaria.

Si se examina este proyecto con rigor y espíritu crítico, se percibirá toda la aberración que destila. Alemania „precisamente Alemania„ hace tabla rasa de las grandes conquistas que han fructificado en la Unión Europea „la libre circulación de personas es una de las fundacionales„ con tal de librarse de una etnia maldita „¿los nuevos judíos?„ que practica aún el nomadismo y consume sus presupuestos sociales. ¿Qué pasaría si una comunidad autónoma española, pongamos por caso, decidiera expulsar a los gitanos procedentes de otra comunidad que no hubieran encontrado empleo después de transcurridos seis meses de su llegada? Todos nos horrorizaríamos de tanta insensibilidad. Y el ejemplo no es extemporáneo porque la UE, en su carrera federalizante, ha consagrado en el título IV, artículo 45, la libre circulación de trabajadores "dentro de la Unión".

Si se desciende de estas ideas a la pragmática realidad, se comprobará que una gran mayoría de ciudadanos europeos exige un control de los flujos migratorios procedentes del exterior de la UE, y no habrá más remedio que acatar ese mandato. Pero en un espacio democrático maduro como es el comunitario, cabría exigir la existencia de una política exterior y de cooperación que gestionara esta cuestión con magnanimidad y criterios éticos. Quizá no sea admisible que una inmigración desbordada deteriore la calidad de vida de los europeos, pero la respuesta a la presión migratoria de los más de mil millones de africanos no puede ser el portazo: ha de ofrecerse una política de cooperación intensa y sensata que facilite a los vecinos de sur sobrevivir en su propia tierra. Una política que a medio y largo y plazo proporcionaría retornos de toda índole si se planteara con inteligencia.

Pero no hay nada de esto en Europa: Alemania, que ya soporta 7,6 millones de extranjeros „3,4 millones de ellos son comunitarios, 135.000 españoles„, no sólo no quiere ni oír hablar de generosidad hacia el sur sino que quiere librarse de las comunidades intraeuropeas que le producen quebraderos de cabeza. Y ya se sabe que si ésta es la posición de Berlín, Europa marchará por ese mismo camino. Lo que sugiere que la construcción de la UE, que ha dado recientemente algunos pasos económicos, está retrocediendo ideológica y políticamente. Lo cual es, sin duda, una tragedia para quienes pensábamos que la UE sería la panacea para nuestras seculares carencias, económicas pero también sociales y morales.