oesía.. Me gustan las listas. Incluso las de la compra me gustan. Toda lista tiene algo de retrato. A veces hago listas y otras veces leo o escribo poemas que son listas. Mi lista de las seis mejores películas en lo que llevamos de siglo XXI es ésta: In the mood for love (Deseando amar) de Wong Kar Wai; El arca rusa, de Sokurov; Lust, Caution (Deseo, Peligro), de Ang Lee; Melancholia, de Lars von Trier; La vida de Adéle, de Abdellatif Kechiche y La gran belleza, de Paolo Sorrentino. Las dos últimas las he visto con pocas semanas de diferencia y si creía que después de La vida de Adéle me costaría ver otra película actual que me gustara tanto, el esplendor de La gran belleza, su plenitud, ha desmentido tal creencia.

Esta semana hice algo que llevaba muchos años sin hacer. Después de haber visto La gran belleza hace diez días, fui a verla por segunda vez. Podría ir una tercera y creo que disfrutaría lo mismo. Como el síndrome de Stendhal pero al revés. Así empieza la película, con el síndrome de Stendhal: un turista japonés muere o se desmaya ante la belleza de Roma. A mí me dio vida. La que ofrece volver a la verdadera casa del cine.

En La gran belleza está todo desde la despedida: el adiós a la vida antes de entrar en la vejez y la enfermedad. Un adiós largo, espléndido y pleno, de quien no se niega a ningún placer -aunque ya le fatiguen- pero tampoco está dispuesto a hacer nada que no quiera hacer ya. La gran belleza es una elegía, pero Roma -la Babilonia del Mediterráneo, sus orgiásticos afeites berlusconianos y sus luces y sombras vaticanas- hace que la elegía se convierta en oda. Mientras tanto se hacen visibles -como máscaras del teatro antiguo- el humor, el descreimiento, el asombro ante el misterio, la posibilidad -negada- del amor, la frustración que encierra toda vida, la literatura como salvación, y la gran belleza de Roma la espesa, escala imposible de los flamencos en su migración hacia el oeste. Al fondo, el Fellini de La dolce vita y el Satiricón de Petronio, mientras la muerte es un DJ que hace bailar a Roma entera y el Coliseo está a los pies de tu apartamento. La festa é finita. Un anuncio de Martini ilumina la noche y la monja anciana come raíces -raíz y tronco viejo ella misma- ´porque son importantes´. El encuentro con Fanny Ardant es sublime. Y el personaje de Jep Gambardella -el gran Toni Servillo, de Il Divo-, impecable. Como la mirada, tan cruel como piadosa, tan delicada como cínica, de Paolo Sorrentino, su director. Hacía mucho tiempo que el cine y la poesía no estaban tan indisolublemente unidos. No a mi modo de ver, al menos. Inolvidable. Tanto como una mujer a la que se amó.

Prosa. Leo en El País que Artur Mas compara el plan soberanista con la abolición de la esclavitud. Caramba. Si repaso lo que hemos oído decir a Mas en estos últimos tiempos, ya no sé qué pensar, porque siempre está a la última. Que le inspira cierto espíritu kennediano, que lo suyo es como el sueño de Martin Luther King, que la existencia de Israel demuestra que es posible su idea de Catalunya, que se identifica con el Mahatma Gandhi, y que con genio, ingenio, talento, generosidad y no sé cuántos dones más -que por supuesto se arrogaba personalmente- se consiguen prodigios como el logrado por él con la famosa doble pregunta y su consenso. Es un fenómeno, sin duda. No sé si en lo de la abolición habrá influido el reciente estreno de la película Doce años de esclavitud, porque este hombre se apunta a la que salta. Supongo que mientras dure en la presidencia de Catalunya seguiremos escuchando exclusivas comparativas y primicias analógicas de este calibre, una semana sí y la otra también. Pero tampoco sabemos lo que durará. En la presidencia, quiero decir. Cuando apareció para explicarnos que había llegado al consenso inquisitivo -con genio, ingenio, talento, generosidad y no sé cuántos dones más, no hay que olvidarlo- a mí me dio la impresión de ver una escena mexicana con un hombre enterrado hasta el cuello en la arena de sus ambiciones y los zopilotes detrás esperando sobre el ramaje de un gran cactus del desierto. Pido perdón a quien ofenda esa impresión que tuve, pero no puedo remediarlo: eso fue lo que vi, como veo a un clérigo chií -no de Irán, sino de Irak o del Líbano- cada vez que se me aparece Junqueras en la pantalla: sólo le faltan la túnica y el turbante negros. Intentaré curarme, lo juro, y dejaré de tomar tanto té verde a ver si así suprimo estas visiones sicalípticas e irrespetuosas. Pero vuelvo a Mas y su desmesura: Kennedy -aunque eso tal vez lo apuntaron sus panegiristas e incensarios, no él-, Martin Luther King, Israel, Gandhi y ahora casi, casi Lincoln€ Aunque bien mirado, a todo se le puede dar la vuelta. Lo de la esclavitud y su abolición, mejor ni lo consideramos, por alucinante. Respecto a Martin Luther King, se habría ganado las antipatías de Jackie Kennedy -una gran dama-, que lo encontraba un farsante. En cuanto a Israel, tener un Netanyahu, envidiable, envidiable, no es (otra cosa sería Simon Peres). Y con Gandhi, una vez lograda la independencia, llegaron las matanzas, la guerra civil y la partición de India y Pakistán. Pero no mentemos a la bicha, que no es el caso. Basta que nos fijemos en ese espíritu de Artur Mas, tan camaleónico como Zelig. No sé si ustedes han visto Zelig -que es una película maravillosa de Woody Allen- pero seguro que han conocido algunos ´zeligs´ en su vida, esos seres que se adaptan a lo que tienen al lado mimetizándose de tal manera que adquieren rasgos del carácter de otros, repiten sus frases y llegan incluso a parecerse físicamente a su modelo. Su interior suele ser un cascarón vacío de personalidad y lleno de inseguridades, agravios y otras lindezas. El empeño de Mas por adueñarse de lo que no fue, ni es, ni será, y ondearlo como bandera propia, es algo parecido a Zelig. El problema -al menos si se es catalán- llegará el día que se levante de la cama y con tanto afán analógico acabe sin verse a sí mismo en el espejo y se eche a llorar. Mal asunto, me temo.