Las esposas, es inevitable, son unos artilugios que me recuerdan al cine negro y al western. De ahí que ver a ciertos políticos aparecer esposados tenga algo de película, una especie de sobreactuación de la Justicia, ese ente fracasado que trata de compensar sus desaguisados con golpes de efecto. La justicia –ahora ya con minúscula– hace ya tiempo que no da pie con bola, pero cuando pesca a alguien –lo cual, visto lo que hay, está tirado– no se anda con chiquitas a la hora de dar el espectáculo. El espectáculo de las esposas. No somos tontos y sabemos que esta humillación pública es para que aullemos de euforia ante el ajuste de cuentas. Evidentemente, ni Prenafeta ni Alavedra ni Millet, entre muchos otros –peces gordísimos del mal llamado oasis catalán– tampoco se merecen ese trato. Las esposas sirven para aplacar a un delincuente peligroso capaz de agredir a cualquiera. Son las camisas de fuerza de la Justicia. De ahí que nos parezca estruendoso ese baile de esposas para gentes pacíficas que deberían devolver el dinero robado, pero que tampoco merecen ese trato. El cada vez más ridículo Laporta lo ha interpretado en clave paranoica –muy propia del nacionalismo– y ha afirmado sin rubor que esto es un ataque a Cataluña. Cualquier cosa sirve para alimentar el ancestral victimismo. Lo peor de todo es que el insigne heredero de Companys se pasea, también sin rubor, con un sujeto hortera que gasta una americana rosa. Pero a lo que íbamos. Las esposas son el fracaso de la Justicia y, a la vez, su arma arrojadiza, la herramienta que da ejemplo, la más espectacular y la que da mejor en la tele. Los chorizos de postín de Madrid, Valencia, Cataluña, Balears y demás comunidades afectadas por ese virus que no tiene vacuna, no necesitan esposas ni grilletes, esos artefactos tan medievales. Lo que deben hacer es muy sencillo: ser juzgados y devolver lo birlado. España es un país cuyos justicieros a veces dan más miedo que los ajusticiados. Funcionan por arrebatos y les gusta chulear en la tele con gestos grandilocuentes muy propios de seres mediocres, que necesitan practicar el aspaviento para que se les vea. Si la justicia –ahora ya con minúscula– funcionase no se necesitarían ese tipo de gesticulaciones. Sería una justicia sobria, implacable, gris, eficaz y, por qué no decirlo, justa y valga la redundancia.

Sin embargo, no voy a ocultar mis preferencias cinematográficas y me duele más ver a Edward G. Robinson esposado que a Prenafeta o al Bigotes. Ahora bien, hemos detectado una preferencia en este asunto de las esposas y esposados. Todos caen del bando no socialista. Qué curioso. Se ve que la justicia se pone melosa cuando uno de los encausados, imputados o delincuentes confesos pertenecen al partido que de momento gobierna este país cada vez más irritante y estúpido.

Sugerencia: en caso de esposarla, a Munar habría que sujetarle las muñecas con un pulserón de diamantes.