El "caso Pretoria" ha generado grave indignación en la opinión pública catalana, que todavía no se había rehecho del "caso Millet". Y los grandes partidos, temerosos de que se acentúe la "desafección" –concepto que en Cataluña alude sobre todo al distanciamiento entre la superestructura política y la estructura social–, han hecho gestos conjuntos para apaciguar a la ciudadanía y poner de manifiesto el común interés en combatir estos escándalos que han desatentado la tranquilidad del legendario "oasis catalán" (concepto que da título a una punzante obra de Josep Carles Clemente sobre la corrupción en Cataluña).

El miércoles pasado, Montilla y Mas escenificaron en el Parlament un vis a vis encaminado a dar visibilidad a la decisión conjunta de combatir la crisis política mediante una serie de medidas contra la corrupción, que incluiría una reforma de la ley electoral. Ambas formaciones parecen haber convenido, de entrada, que las medidas que se adopten no deben afectar negativamente a ninguna formación (CiU teme salir damnificada de las cautelas que puedan imponerse a las fundaciones) y que la corrupción no será utilizada como arma arrojadiza entre los partidos.

Por razones no del todo diáfanas, la reforma de la ley electoral catalana –la que regula las elecciones autonómicas en el Principado– se ha convertido en una especie de paradigma del rearme ético. Las dos grandes formaciones han mostrado su preferencia por el llamado "modelo alemán", en el que, además del reparto de escaños por partidos con criterios proporcionales, se elige también a un diputado por cada circunscripción, lo que permite establecer una relación directa entre los electores y el elegido. Menos clara está la posición de las grandes formaciones sobre la apertura o no de las listas; como se sabe, en las listas cerradas reside el ascendiente del aparato de los partidos sobre los cargos electos, lo que lleva a pensar que es altamente improbable que las organizaciones accedan a perder esta capacidad de control.

A menos de un año de las elecciones autonómicas, nadie cree que exista verdadera voluntad de promover la reforma de la ley electoral. La mayoría de los analistas catalanes descartan, pues, dicha mudanza. Pero es que, además, un cambio normativo por sí solo no garantiza en absoluto el fin de la corrupción. En Italia, por ejemplo, se han ensayado sucesivamente todos los sistemas electorales, desde el proporcional puro al mayoritario con distintas variantes intermedias, y ninguno ha puesto fin a la corrupción.

La reforma de las normas electorales, que sí debería ser planteada a escala estatal para perfeccionar la actual normativa, que nació como modelo provisional antes de la propia Constitución, debe intentar hacer o más explícita y visible la representación política, de forma que la ciudadanía perciba su participación en lo público. Es muy sensato trabajar para perfeccionar la democracia; no es sin embargo lógico pretender encomendarle funciones terapéuticas o aplicaciones mágicas.

La corrupción, en fin, se combate mediante normas penales adecuadas, controles estrictos y voluntad política. Si falla alguna de estas tres herramientas, la picaresca tendrá campo abonado. Y de nada valdrán ni las proclamas éticas ni las reformas estructurales del sistema. Así de simple y así de claro.