Si algo diferencia a un hogar contemporáneo de aquel que conocí de pequeño es que "la tele" y "la radio" han sido sustituidos por una lista interminable de gadgets.

Algo parecido está ocurriendo en los despachos profesionales donde el reto -desde hace años- es conseguir un nirvana llamado "oficina sin papeles". Vale, aún estamos lejos de lograrlo, pero lo que sí hemos alcanzado son elevados niveles de gestión y productividad gracias a numerosas herramientas que nos ayudan a prestar servicios con una calidad y cantidad imposibles en otros tiempos. La digitalización ha llegado al despacho del abogado, a la consulta del médico o a la tienda de la esquina y su restaurante vecino, que gestionan pedidos online. También ha llegado a la industria.

Uno de mis clientes se dedica a la programación de controladores lógicos (PCL) en la industria del automóvil europea: programa robots que realizan trabajos de soldadura, pintura o movimiento de cargas. Un trabajo de precisión: el brazo robotizado describe en el aire movimientos que han sido grabados secuencialmente en tres dimensiones. Realiza paradas precisas donde aplica puntos de soldadura o pasadas perfectamente calculadas en duración y espaciado aplicando pintura con un perfecto acabado y sin derrochar ni una gota. El robot no es inteligente, es un esclavo que no protesta, no descansa, no va a la huelga ni reclama incrementos salariales, vacaciones o sufre una baja. Es tonto, radicalmente estúpido, pero sabe poner cada punto de soldadura donde debe sin errar ni una centésima de milímetro. Es rentable.

Hablo con otro cliente que se dedica a la distribución de agua. Están cambiando las válvulas manuales, esos enormes "grifos" con ruedas que parecen el volante de un camión por electroválvulas controladas remotamente por un sistema informático.

Y también me acuerdo del contador eléctrico de mi casa, esa cajas negra con una ruedecita que giraba somnolienta indicando con el paso de su rayita roja que estaba consumiendo vatios. Y recuerdo a ese empleado de la eléctrica que venía a "leer el contador" y los enfados por las facturas abultadas si no había lectura en meses. Hoy ese contador es pequeño y blanco, pero sabe enviar la lectura a un ordenador central que controla cuanto consumimos y con qué tarifa. La empresa ha robotizado nuestra relación como consumidor.

En el imaginario popular un robot era un tipo de hojalata dotado de elementos que le daban apariencia humanoide. Incluso dispuestos como los de un humano. Cámaras en lugar de ojos, altavoz en lugar de boca, pinzas por manos y el reto de andar como nosotros como si no fuéramos mejorables. Pero hoy día los robots ya no tienen por qué ser nada más allá de un programa ejecutándose en un ordenador o en un gadget. Siri es un robot al igual que lo es Riskbot, mi proyecto de bot en Telegram. Un robot es el recomendador de Amazon, que aprende nuestros gustos en función de lo que compramos o lo es Google Maps al indicarnos que estamos a 15 minutos de casa sin preguntarle. Un robot será el coche auto pilotado que en unos años nos llevará de un punto a otro de Palma.

Y en este punto me acuerdo del Alvia 04155, ese tren que en la curva de Angrois hace casi cinco años cercenó 81 vidas y dejó 140 heridos. Todo por un despiste humano, dicen, pero la verdad es que el mayor fallo consistió en privar a un tren de alta velocidad la vía del sistema ERTMS, un servicio robótico que de haber estado presente habría parado el tren y evitado la tragedia.

Para la empresa la introducción de la robótica es un salto cultural sin paliativos. Para ilustrarlo recordemos la imagen de un almacén robotizado, algo que podemos hallar también en algunas farmacias de Palma. Un robot se encarga de recoger la mercancía que necesitamos donde está almacenada y traerla al punto de entrega de forma autónoma. Es un simple problema de coordenadas, pero genera una imagen estética imborrable: ejecuta su trabajo con limpieza, orden y exactitud, como una bailarina de ballet.

Me he cansado de recomendar "orden y limpieza", ese mantra básico de la seguridad industrial que conocemos los gerentes de riesgos, pero lo cierto es que la entropía, parece inherente al ser humano. Pero no para el robot, ese imbécil que nos quitará el puesto de trabajo si no sabemos aportar el valor añadido de los empleados inteligentes.

*Presidente de la Asociación Balear de Corredores de Seguros