Estallada la burbuja inmobiliaria, no tardaremos en asistir a la del peculiar mundo del fútbol. En medio de aquella los promotores vivían felices en su mar de préstamos y sus clientes no menos gozosos con sus hipotecas a cuestas. Ahora unos están en quiebra y los otros luchando para que les valga devolver su propiedad.

El futbolista también vive extremadamente satisfecho en su irrealidad. En definitiva cobra lo que le deben del fondo de garantía salarial de la LFP o, como en el caso de los equipos concursados como el Mallorca, a tocateja y bajo la estricta vigilancia de los administradores. Con ellos no va la crisis, ni el incremento del Euribor, ni siquiera la prima de riesgo. Es lo que hay, las sociedades modernas no priman el conocimiento, sino la habilidad, ya sea con los pies, con las manos o, no lo olvidemos, la picardía, deshonesta o no.

En este escenario no hay lugar para sentimentalismos. Las despedidas son tan tristes como necesarias y la gloria, eso sí bien remunerada, apenas dura un partido o una semana más allá de la competición. Pero el circo continúa y todos quieren sacar tajada de él, aunque a este paso no quedarán porciones para seguir malgastando esfuerzo y dinero.