A menudo me preguntan por qué la sección de deportes es la mejor escrita de la prensa de prestigio. El origen de esta jerarquía se remonta a Sports Illustrated, el semanario norteamericano que transformó el músculo en literatura gracias a la precaución de no entrevistar a los monosilábicos deportistas de élite. El influjo de la publicación se contagió a España a través de Santiago Segurola, pero aquí nos interesa la figura del director más carismático de la revista, el francobritánico André Laguerre. Amigo de Albert Camus, contrataba a personas que supieran escribir, con independencia de su erudición deportiva. Y antes de encomendarles su primera tarea, les explicaba su método de evaluación:

–Cuantas más cartas en tu contra reciba, más convencido estaré de la calidad de tu trabajo.

Aquí anida la respuesta a quienes a menudo me preguntan si duele ser asaeteado por los lectores, antaño por las cartas al director, y hogaño por los ubicuos comentaristas de internet, que cuentan con la ventaja de que no necesitan leer el artículo en cuestión para demandar la castración de su autor. Quienes se interesan por mi reacción a las críticas se han preocupado antes por avisarme puntualmente de cada una de ellas, no fuera a ser que me pasaran por alto y su veneno quedara sin efecto.

Las facultades y los académicos han transformado el periodismo en una lengua muerta, cuando su única virtud es la generación de controversia. Ante un elogio, por fuerza pienso qué habré hecho mal para generar consenso en lugar de enemistad. Laguerre tenía razón. Si corre el calendario sin que nadie se moleste en contradecirme, dispongo de un termómetro para saber que mi contribución se ha hecho confortable, autocomplaciente y servil. Y dado que la degradación siempre es posible, insultaremos en las líneas de la basura a los pseudoperiodistas que piden perdón, cuando se sienten abrumados por los comentarios adversos. Como decía el gran juez Guillem Vidal, el que no aguante la presión, que cambie de trabajo.