La contraprogramación española a la boda de Guillermo de Inglaterra y Kate de Middleton ha pecado de ingenuidad. A lo largo de este mes sólo ha existido una casa real de enjundia en el planeta. Las restantes coronas han quedado incrustadas de bisutería, un detalle económico de primer orden que no le pasará desapercibido al FMI. La Zarzuela parece un triste ateneo republicano, por comparación con el esplendor de Buckingham y Westminster. Para invertir la abominable hegemonía de los royals británicos se hubiera requerido el gesto histórico de una Familia Real española pródiga en abnegación, pero hemos vuelto a flaquear en el terreno de la competitividad.

Una boda se cura con otra. Como único miembro de la Familia Real en estado de soltería recuperada, la Infanta Elena debió sacrificarse y emprender con cierta premura un matrimonio, entendido como una misión histórica para neutralizar a la pérfida Albión. Y dado que las nupcias exigen al menos un novio para no pecar de improvisación, el candidato ideal habla el mismo idioma que los Middleton. Nos referimos por supuesto a Tony Blair que, ávido de venganza por carecer de invitación a la boda de Buckingham, traspasaría su definición de "princesa del pueblo" de la liviana Lady Di a la infanta española.

Elena y Tony hubieran arrancado de las portadas al soso príncipe sajón que quiere heredar a su abuela sin intermediarios, aparte de que la efigie del ex primer ministro hubiera quedado muy aparente en el museo de cera de donde fue desalojado Marichalar. Ante la atonía de la corona española, ¡Hola! se ha batido con denuedo en el campo nupcial. Promocionó a la desesperada una boda de los herederos de Rocío Jurado que parecía una serie B para horario de madrugada. A continuación, ha consagrado páginas de más al enlace de un tataranieto de Juan March con una Osborne, de la rama Bertín. Esfuerzos encomiables pero infructuosos. Ha flaqueado la coordinación matrimonial, y ni la victoria inevitable de un equipo español en la Champions cicatrizará esta herida infamante.