La noticia preeminente sobre Zapatero debería ser que se marcha de puntillas, a instancias de un partido que no lo soporta -el PSOE, no el PP–. Sin embargo, su agenda trepidante muestra a un prejubilado hiperactivo. Su voracidad no cuadra con el declinar de un gobernante, en el momento en que el porcentaje de la población que aprueba la gestión del presidente del Gobierno no incluye ni al propio presidente. Sin ir más lejos, esta semana ha completado tres intensas sesiones parlamentarias en menos de 24 horas. El martes a mediodía defendía en el Congreso la guerra libia contra Llamazares. Por la tarde, le explicaba los bombardeos a Anasagasti en el Senado. A primera hora del día siguiente, le reiteraba a Joan Ridao que el acoso bancario a los desahuciados inmobiliarios debe continuar.

El frenesí jubilatorio de Zapatero ha vencido incluso su alergia viajera. Es lo malo que tiene trabajar, que le coges el gusto y luego cuesta detenerse. El sábado pasado se enfundaba el uniforme de mariscal en París, para entrar en guerra como Aznar en vísperas de las municipales, y a un año de las generales a las que su partido ha anunciado que no se presentará. Ayer se desplazó a Bruselas, para certificar que la economía española sólo ofrece la opción entre el hundimiento con dignidad o con anarquía. Al presidente del Gobierno sólo le falta matricularse en una carrera universitaria, para redondear el currículo del perfecto prejubilado.

El arrebato estajanovista de Zapatero puede interpretarse como el periodo formativo previo a la incorporación al consejo de administración de una compañía nuclear, en la línea de González y Aznar. O tal vez no está tan decidido como se proclama a dejar La Moncloa, lo cual obligará a sus teóricos subordinados a propinarle el empujón final. En todo caso, su renacido protagonismo ha invertido los versos de T.S. Eliot en Los hombres huecos, "así es como acaba el mundo, no con un gemido sino con una explosión". O varias, en el desenlace que Zapatero ha diseñado para Libia y para su trayectoria personal.