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Seudónimos: la importancia de no llamarse Ernesto

La polémica en torno al premio Planeta, que sale a la venta el próximo 4 de noviembre, ha vuelto a poner sobre la mesa un tema con un amplio recorrido donde se mezclan el machismo, la libertad artística y el juego que siempre rodea la doble identidad

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Seudónimos: la importancia de no llamarse Ernesto

Un seudónimo, en literatura, sirve para muchas cosas. Como es bien sabido, la baronesa Karen Christence Blixen-Finecke firmó toda su vida como Isak Dinesen, básicamente para esquivar la discriminación de que eran objeto las mujeres escritoras, al igual que la británica Mary Ann Evans, que se escondió detrás de George Eliot para publicar todos sus trabajos, entre ellos la famosa Middlemarch. Nunca estuvo del todo claro por qué Pablo Neruda firmaba como Pablo Neruda y no como Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, que era su verdadero nombre, entre otras cosas porque el poeta siempre eludió o respondió con evasivas las preguntas al respecto. Una teoría dice que lo hizo para esconderse de su padre, que desaprobaba su ambición poética, y otra, que sentía que ese nombre no encajaba con su personalidad de vate.

Menos conocido, quizá, es el caso de Stephen King, que se sacó de la manga el nombre de Richard Bachman para no saturar el mercado, por consejo de sus editores. Entre 1977 y 2007 publicó sus novelas de más fácil consumo bajo ese seudónimo, aunque, según declaró más tarde, a partir de cierto momento el propósito de no saturar se solapó con uno nuevo: King quería comprobar si la gente seguía comprando sus libros solo porque su nombre venía en la portada. Es la clase de jugarretas a que da lugar esconderse tras una identidad falsa. Al final, descubrió que sus sospechas eran fundadas: las ventas de Bachman fueron discretas hasta que se corrió la voz de que detrás estaba el maestro del terror. Entonces sí que vendió. 

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Seudónimos: la importancia de no llamarse Ernesto

Diversos factores

«Hay muchos factores que inciden y han incidido en la decisión de los escritores de usar un nombre falso», dice Christian Snoey, doctor en Filología Hispánica, crítico literario y profesor de Literatura Latinoamericana en la UAB. «El hecho de ser mujer en determinada época ha sido un factor determinante, pero otros se han cambiado el nombre por cuestiones familiares, o por márketing, o por disociarse de su yo literario, o, en otras épocas, para poder trabajar géneros literarios que en ese momento eran considerados menores. Y a veces hasta por prestigio, por usar nombres con resonancias prestigiosas, como fue el caso del Inca Garcilaso de la Vega». El caso de Carmen Mola, seudónimo de Antonio Mercero, Jorge Díaz y Agustín Martínez y premio Planeta 2021, ha vuelto a poner el tema sobre la mesa. Ocultar la propia identidad. Esconderse detrás de otro nombre. Casi siempre hay una buena historia detrás.

Temáticas masculinas

Es probable que los casos más conocidos sean los de mujeres que, obligadas, tuvieron que ocultar su verdadera identidad tras un nombre masculino. Mary Ann Evans, que fue George Eliot. Karen Blixen, que fue Isak Dinesen. Aurore Dupin, que fue George Sand. Caterina Albert, que fue Víctor Català. «El caso de Albert es muy interesante porque pone de manifiesto los problemas que había en una época con lo que una mujer expresaba por escrito», dice Snoey. Albert -y entonces aún firmaba así- fue galardonada en 1898 con el premio de los Juegos Florales de Olot por su obra La infanticida, un monólogo de teatro en el que Nela, la protagonista, es enviada a un hospital psiquiátrico tras matar a su hijo. «Pero en cuanto se descubrió que detrás de la obra había una mujer se desató un gran escándalo -explica Snoey-, porque la temática de la obra se consideró poco femenina. A partir de entonces, Albert publicó bajo seudónimo. Halló la libertad para escribir lo que quisiera, pero escondiéndose». 

Cotos masculinos

Ser mujer y escritora y dedicarse al oficio en el siglo XIX no implicaba hacerlo sistemáticamente bajo seudónimo, pero muchas mujeres -y en muchos países- echaron mano de este recurso para poder gozar de una de las condiciones esenciales del arte: la libertad. «Era en el ámbito de la novela especialmente donde había más condicionantes, y donde vemos con más frecuencia el uso de seudónimos, pues se asumía que era un coto masculino. Si no escribían bajo seudónimo, todas esas mujeres tenían que escribir lo que se esperaba de una mujer: básicamente, textos en los que no se tambalearan los valores patriarcales y familiares. Si querían aventurarse, probar otros temas, otros conflictos, estaban casi que obligadas a tener seudónimo». El malestar que ha causado en círculos literarios que tres hombres se hayan escondido detrás del seudónimo de Carmen Mola no tiene poco que ver con esto.

Antiguo y caballeresco

«Gustóme ese nombre por su sabor antiguo y caballeresco, y sin titubear un momento lo envié a Madrid, trocando para el público, modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero». Así explicó en su día Cecilia Bohl de Faber la elección del seudónimo con el que firmó la totalidad de su obra literaria. La escritora española, nacida en Suiza y fallecida en Sevilla, fue otro caso de mujer necesitada de nombre masculino para escribir con tranquilidad -y libertad-, y fue como Fernán Caballero que impulsó la renovación de la novela española de mediados del siglo XIX. «Tiene una historia muy interesante porque tanto su padre como su madre desempeñaron un papel importante en la introducción del romanticismo alemán en España, y ella misma evidentemente heredó eso. Su novela La gaviota es una novela de costumbres que pone en práctica este imaginario romántico». Fernán Caballero, y no Cecilia Bohl, es quien figura en los libros de historia. Pero era Cecilia Bohl. Pero era Fernán Caballero.

Un juego

Pero los seudónimos no los han empleado solo las mujeres, y no han sido empleados solo por obligación. La doble identidad es un juego que da mucho de sí. «Sí, es cierto, lo confieso: he redactado el último número de la revista Quimera, el 322, correspondiente al mes de septiembre, desde la primera línea hasta la última, a través de 22 seudónimos y varios nombres reales que se han dejado usurpar por mí». Así empieza la entrada del lunes 20 de septiembre del 2010 del blog de Vicente Luis Mora, Diario de lecturas. Es un caso que no se puede pasar por alto en un artículo sobre el tema, en parte por la envergadura de la empresa -22 seudónimos, 22 estilos distintos- como por lo que dice del seudónimo como herramienta para el juego y la reflexión. «Él mismo lo explicó después: se trataba, entre otras cosas, de cuestionar la noción de autor», dice Snoey. El propio Mora escribía lo siguiente en la misma entrada: «Creo que escribir puede presentarse también como un modo de intervenir en lo real, de cuestionar nuestro mundo y también nuestra forma de pensarnos escritores o artistas». Y luego: «Para mí lo publicado es algo más que un ejemplar o número de revista, para mí es un ensayo orgánico o más bien inorgánico sobre la falsificación literaria, llevado a cabo desde una falsedad editorial, de modo que se configura como una metafalsificación». No fue por azar que el escritor cordobés eligió esa edición, un monográfico sobre la falsificación literaria, para hacerlo.

Como los criminales

Hoy en día muchos autores trabajan con seudónimo. John Banville, por ejemplo, utiliza a su alter ego Benjamin Black para firmar sus obras policiacas. Elena Ferrante, la súper ventas, es un seudónimo de no se sabe quién, y no se sabe si es hombre o mujer. J. K. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, ha publicado cinco novelas bajo el nombre de Robert Galbraith, la primera en 2013, y una vez, entrevistada al respecto, declaró que lo hacía para «desconectar» de sí misma y de todo lo que tenía detrás como escritora -y se entiende: ser la autora de Harry Potter debe ser gratificante, pero también un lastre-. Y, por supuesto, JT Leroy, uno de los seudónimos más famosos de los últimos tiempos: el prostituto seropositivo que publicó tres libros de inspiración autobiográfica y que era en realidad una mujer, Laura Albert. Despojado de lo que suele rodearlo, al final, el seudónimo no deja de tener su lado bribón, o, si se quiere, su lado romántico: el único gremio donde los alias siguen siendo tan necesarios y siguen teniendo tanta vigencia es el de los criminales. John Banville, también conocido como Benjamin Black. Suena distinto.

Libertad artística

«Les sugiero a mis estudiantes que escriban con seudónimo durante una semana», declaró una vez la escritora estadounidense Joyce Carol Oates. «Eso permite a los hombres escribir como mujeres y a las mujeres como hombres. Les proporciona una libertad que no tienen habitualmente». Nadie discutirá la afirmación de que un seudónimo es libertad. Nadie discutirá tampoco que es mejor escogerlo desde la libertad. Y nadie discutirá acerca de la importancia de escogerlo bien. Al parecer hay una consciencia generalizada al respecto, y es fácil encontrar apartados dedicados al seudónimo en los portales sobre escritura, donde se leen cosas como que «escoger un seudónimo nos da la oportunidad de rebautizarnos», consejos para dar con el mejor seudónimo (mirar en el árbol genealógico, mirar en la historia familiar) y sentencias que firmaría cualquiera que se haya casado con un nombre inventado. «Esto del seudónimo puede ser como hacerse un tatuaje, así que piensa bien si te seguirá gustando dentro de 10 ó 20 años».  

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