No sé cuántas veces habré podido oír o leer que las señales electromagnéticas generadas por los distintos aparatos de los que nos servimos, desde el microondas a los teléfonos móviles, afectan a la salud. Conozco personas que no tienen en casa un horno de microondas por temor al alcance de su campo magnético, otras que sólo hablan por el móvil mediante un pinganillo para poder alejar el aparato del cerebro y muchas más -yo mismo- que se inquietan si hay alguna antena de telefonía móvil cerca de su domicilio. Por más que se carezca de resultados experimentales concluyentes, el sentido común advierte acerca de que es mejor no someterse a riesgos incluso si, en el mejor de los casos, no ha sido confirmado su efecto maligno.

Pues bien, la virtud de la prudencia acaba de recibir una buena dosis de apoyo gracias a la investigación llevada a cabo en la universidad alemana de Oldenburg y publicada por la revista Nature. Svenja Engels, estudiante de doctorado en el Institut für Biologie und Umweltwissenschaften de dicha universidad, y sus colaboradores han llevado a cabo un experimento elegante y fácil de replicar que indica que los petirrojos -Erithacus rubecula- sometidos al ruido electromagnético presente en el campus de Oldenburg no pueden usar de manera adecuada su capacidad para orientarse.

La orientación de las aves migratorias gracias a la aptitud para detectar el campo magnético terrestre es conocida desde hace tiempo y ha sido sometida a pruebas experimentales en numerosas ocasiones. En el año 2009 Thorsten Ritz, de la universidad de California en Irvine y colaboradores indicaron que la brújula magnética de las aves se compone de fotopigmentos especializados en el proceso primario de recepción magnética, apuntando a una determinada molécula, la proteína criptocromo -la traducción de chryptochrome es mía- como la protagonista en la activación de los fotorreceptores. Ahora la postgraduada Engels nos da una doble lección: hasta dónde puede llegar un trabajo de doctorado -publicar en Nature sólo está al alcance de los investigadores de élite- y qué efectos causa en los petirrojos la presencia de campos electromagnéticos no forzados sino presentes en condiciones habituales en el campus de su universidad. Al encontrarse en jaulas de madera no protegidas de las ondas, esas aves pierden su sentido de la orientación pero lo recuperan dentro de jaulas con protección de aluminio.

Los seres humanos no somos aves, claro es. Tampoco disponemos de brújulas magnéticas naturales y hemos de servirnos de agujas imantadas o, ya en el colmo de la sofisticación, del GPS. Pero ignoramos por completo -yo, al menos- qué propiedades naturales humanas dependen de los campos magnéticos. Lo que nos da miedo es que esos campos puedan llevarnos al cáncer. Y el experimento de Svenja Engels tranquiliza poco, la verdad.