Decía el director del Thyssen que el éxito de las grandes exposiciones temporales es una forma de fetichismo, algo así como consagrar en tu retablo de amateur el visionado de las obras maestras originales. Tal vez lo sea en parte, pero las colas que no ceden en semanas y meses, los turnos horarios de entrada, la reducción del tiempo de visita y otros signos de interés masivo hablan antes de un magnetismo espontáneo que de un coleccionismo visual impostado. Lo malo es que los presupuestos de la crisis "van a reducir severamente esas muestras", oí lamentar a otro prestigioso director. Si así ocurre, mermará el glamour de Madrid para los periféricos, que raramente encontramos en otra ciudad colecciones de entidad comparable a la que hacen posible las relaciones entre los grandes museos del mundo. Lo mejor de tener obligaciones profesionales en Madrid es estirar la estancia con escapadas al museo, el teatro, el auditorio o la ópera cuando ofrecen placeres seguros. Este es el verdadero glamour de la capital, una de las cosmópolis menos hostiles de Europa.

El admirable Gauguin que ahora exhibe el Thyssen, con la mayor parte de los óleos de culto que empezamos a amar desde la primera juventud, aparece acompañado por Matisse, Nolde, Rousseau, Pechstein, Macke o Kirchner, como piezas de un relato - "el viaje a lo exótico"- que emite raras frecuencias sensuales y culturales. Una película de 1930, rodada por el expresionista Murnau en la Polinesia francesa, ocupa el espacio audivisual de la muestra con el curioso documento de un viejo artista europeo, demacrado y melancólico en el estallido de juventud de los nativos que danzan. Las tonalidades texturadas de la piel femenina en Gauguin, las blandas curvas que sustentan la sintaxis de los rojos y los verdes violentos son, sin embargo, testimonio de disolucion humana y artística en la energía de Tahití. He ahí una expresión de la volupté, "l'extase langoureuse" de los poetas simbolistas...

Cruzando la calle nos espera en El Prado El joven Van Dyck. Este genio, que en 42 años de vida creó una obra literalmente inmensa, ya era asombroso a los 18 y los 20, cuando aún vivía y pintaba en su Amberes natal. El medio centenar de pinturas reunidas, sus apuntes y bocetos al óleo, como también los dibujos relacionados, traslucen la calidad intelectual, la ambición y el obsesivo trabajo del ser excepcional que tal vez intuyó una muerte temprana, como Rafael o Mozart. Ver esta muestra y leer paralelmente el magistral estudio de Matías Díaz Padrón,Van Dyck en España, es mucho más que un fetichismo. Es una gozosa adicción al espiritu europeo, que sale al paso y nos derriba del caballo cuando menos contentos nos sentimos de Europa.

Gauguin, Van Dyck, pasiones intermitentes de toda la vida, están ahora en Madrid y su potencia recarga las pilas del más descreido. Bendito fetichismo.