"Si vols fugir de les empentes del món; si et vols adonar de que a la terra hi ha primavera i arbres florits; si et vols apropar a les estrelles... vés-hi, a l´Illa de la Calma!". Son prácticamente las últimas líneas (el epílogo) del librito (L´Illa de la Calma) que Santiago Rusiñol dedicó a Mallorca; cuando era, claro está, la isla de la calma. Ahora van a cumplirse tres cuartos de siglo de su muerte, el 13 de junio de 1931, en la Fonda del Comercio de Aranjuez; esa encantadora ciudad palaciega y dieciochesca, como un pequeño Versalles hispánico, de motines y de fuentes, que todavía se sigue acordando de su silueta bohemia y barbuda, y a donde había ido a pintar sus jardines.

También Mallorca recuerda a Rusiñol. En el Edifici sa Riera de la Universitat de les Illes Balears, en la calle Miquel dels Sants Oliver, una pequeña exposición significa sus vínculos con la isla. El vestíbulo de sa Riera: recepción, pasillos como con eco, bancos de madera, voces jóvenes que se deslizan por los escalones, hace pensar, quizás, en cómo hubiera sido esta universidad si no se la hubieran llevado, casi toda, al quinto pino. La muestra, en la que los paneles, de soporte metálico, se alternan con las puertas de las aulas, se inicia con un cartel espléndido que aúna el pincel y la pluma, las dos almas (el escritor y el pintor) que convivían en el interior del viajero modernista.

La exposición abunda en datos sobre su trayectoria: barcelonés de familia fabricante de telas (no podía ser de otra manera), partidario de los aliados en la Guerra Europea, miembro de la Legión de Honor, admirador del Greco, amante del teatro, promotor de Els Quatre Gats, animador del modernismo en Sitges, colaborador de este periódico (entonces La Almudaina). Viaja por algunos de los lugares más hermosos: Granada, París, San Sebastián, Córdoba, Buenos Aires, Eivissa, Girona, Bruselas, Venecia, Mallorca. Grandes fotografías reproducen rincones a los que Rusiñol se refiere en L´Illa de la Calma (por ejemplo: "Es Born és el rovell de l´illa, és allí on hi passa el meridià, és el pinyol, el cor i l´ànima"). En 1893, señala un cartel, escribe El jardí abandonat de Raixa.

Muy cerca de esa exposición, entre la Plaça dels Patins y Rubén Darío, queda la calle de Santiago Rusiñol, que cruza la prolongación de La Rambla. Besando las ramas de los árboles, como quizás a él le habría gustado. Es una vía de cafés y de comercios, con algunas fincas que dejan adivinar, tal vez, un ensanche mejor del que ha quedado. De s´Arxiduc cuenta él en su mismo libro que "mai, en ses possessions, no ha comprat un sol animal que no hagi mort de vell a la casa" y que "si veu un arbre que està malalt, el fa cuidar com a una persona". Les dedica un capítulo a los gatos, "els veritables habitants dels carrers estrets de Palma". Los sigilosos moradores de los jardines mediterráneos, que él tanto amó.