Últimamente, las fiestas se petardizan cada vez más. Incluso Nochebuena, tradicionalmente una festividad de familia y cierta discreción callejera, se celebra ahora con petardos y músicas a toda pastilla. Como si fuera una Nochevieja por adelantado.
Los petardos, tradición de la China milenaria, resuenan en la ciudad nocturna. Y crean sobre todo el pánico más cerval en los animales domésticos. Los perros y los gatos, que tienen un sentido del oído mucho más sensible que el nuestro, se quedan aterrorizados al escuchar esos rasgamientos cósmicos. Esas explosiones lejanas y cercanas. Esos retumbes inquietantes.
De los perros con los que he convivido, ninguno se libraba de ese pánico. Uno de ellos se escapó aterrorizado al escuchar los petardos. Otro rompió la puerta de un armario para esconderse dentro. El tercero se metía temblando en la ducha. Todos pasaban un mal trago, sin entender lo que estaba pasando.
Una de las características de la época en que vivimos en la extroversión. Parece que nada tenga interés si no se expresa de forma contundente. Casi ha desaparecido el parámetro de vida interior que tanto regía en otros tiempos. Para que haya fiesta ha de haber ruido, música, petardos, gritos. De lo contrario, es una frustración y un aburrimiento.
Los pobres animales son víctimas cada vez más de esa tendencia a la manifestación exterior. Que ni entienden ni comparten. Y, por supuesto, nadie piensa en ellos antes de entregarse a esas libertades.
Afortunadamente, ya hay quien propone fuegos artificiales mudos, sin estrépito. Por respeto a esos otros seres vivos que están con nosotros.
A ver si un día todas las mascotas se ponen de acuerdo y empiezan, a la misma hora y al unísono, a ladrar y maullar todos juntos. La ciudad se convertiría en un pandemonio insoportable. Y de esta manera darían una lección a los humanos.