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Palma a la vista

El más antiguo de Brossa

Savoy es un lugar que debe tener querencia por las barras de bar ya que ha servido para dar nombre a más de un local, desde hoteles a cafés. Palma tiene el suyo. En la calle Brossa. Lo abrió Toni Gomila en 1961 cuando la línea de tranvía de ciudad en la que él trabajaba como conductor quedó interrumpida. Él aún vive, pero desde hace décadas es su hijo Joan quien se hace cargo del negocio.

Durante los últimos seis meses han cerrado por "problemas en la estructura de hierro", apunta con resignación su propietario que ha sufrido las consecuencias del forzoso cierre.

Un vecino de la calle entra y le muestra dos posters con imágenes de distintos locales del Savoy. Le da a elegir y Joan se queda con uno. Le abraza. "Somos los más antiguos de la calle. Brossa ha cambiado mucho, ya no están ni Lassalle, ni Can Bosch, ni la tiendas de muebles Blanch ni Fontdevila, y ahora ya han cerrado Can Frasquet... Me da mucha pena", asegura.

Él se hizo en esta calle cuando sus padres, oriundos de sa Pobla, lo abrieron. "Yo servía los cafés a las tiendas. Les conocía a todos", ríe. Ahora junto a su mujer María Agustina García es quien sirve las comandas en el Savoy. Como hicieron sus padres.

"Aquí venían muchos pintores porque había muchas galerías alrededor como La Latina, Danús, y se encontraban Pombo, Coronado, Falcón. Eran todos muy bohemios", cuenta. A la bohemia artística sumar los clientes que recalaban en la vecina pensión y que se quedaban extasiados ante la televisión del bar. "Venían a ver películas, fútbol y lo que ponían, que no era muy variado porque solo había dos canales; en el hostal se hospedaban muchos emigrantes de Murcia, Huelva, y se venían al Savoy por no estar solos", recuerda Joan.

A los dos días de apertura, el Savoy mantiene el pulso. Sigue siendo parada y fonda de los trabajadores de la zona. "Nos salvamos por las meriendas", asegura el dueño de este bar. "Antes la gente era más sociable. Se hacían tertulias, corrillos de personas que venían a charlar al bar. Se hacía más vida de barrio. Hoy ha cambiado", cuenta, "pero no podemos lamentarnos".

En la calle, sigue el decorado. Sin un cambio. El mismo letrero, idénticas pizarras de una conocida marca de refrescos con la lista de bebidas y bocadillos escritos a tiza con sus respectivos precios. El más solicitado, el de trampó, cuesta 1.85 euros. "Mantenemos precios de trabajador", señala. Sube un poco más si el bocadillo de la casa se acompaña de atún o anchoas; "éste es el que más gusta", añade el dueño.

En el Savoy la decoración es austera. Tan solo los envases de sifones y unos afiches. La tele preside el pequeño espacio, al fondo. Unos pocos escalones la separan de la calle Brossa, donde hubo practicantes, pedicuros y un médico de urgencia.

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