-Mamá, ¿qué es esto duro que tengo aquí debajo? -pregunta una niña de unos nueve años a su madre al tiempo de palparse el brazo.
-Lo sabes perfectamente -responde la madre-, es el hueso.
-Quiero verlo -dice la niña.
-Luego te lo enseño en internet.
-¿Mis huesos están en internet?
-Los tuyos, no. Los huesos en general. Todos son iguales.
-Pero yo quiero ver los míos.
-¡Qué pesada! -exclama la madre.
Están sentadas las dos a la mesa de una terraza cubierta en la que me suelo tomar una copa a media tarde. Me encuentro de espaldas a ellas, en la mesa de al lado, lo que me permite escucharlas perfectamente por el oído izquierdo o por el derecho, según hacia qué lado gire ligeramente la cabeza. La niña se ha hundido ahora en un silencio rencoroso que comprendo a la perfección. A mí también me produce extrañeza estar hecho por dentro de huesos semejantes a los que ponen en el cocido. No es que la carne me parezca muy normal, pero la osamenta me resulta algo tosca. Sé la función que cumple y lo que ocurriría si me faltara el esqueleto, pero creo que la evolución debería haber recurrido a soluciones arquitectónicas más sutiles.
En esto, llega el marido de la mujer y padre de la niña, que ocupa una tercera silla. El hombre pide una cerveza, pues asegura tener seca la garganta.
-He dado más de cinco horas de clase -dice.
-Pues tendrás que darle otra a Lucía. Ha vuelto con el asunto de los huesos.
-¡Pero si se lo he explicado mil veces!
-Pues sigue empeñada en que quiere ver sus huesos.
-Para sacarte los huesos habría que matarte y si te matamos no los verás -dice el hombre dirigiéndose a la cría.
-¿Los muertos no ven? -pregunta Lucía.
-Ni ve ni oyen -dice el padre.
-¡Pues vaya rollo! -se queja la niña.
No puedo estar más de acuerdo con ella. Pero deduzco por lo que dicen a continuación, que están haciendo tiempo para llevarla al psicólogo. ¿Al psicólogo por un problema de huesos?, me pregunto.