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Antonio Papell

Teoría de la paz democrática

El británico Robert Skidelsky, profesor emérito de Economía Política en Warwick, autor de una gran biografía de Keynes y analista de reputado prestigio, expulsado del Partido Conservador por su oposición a la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999, ha rescatado en un artículo publicado en varios medios internacionales la llamada «teoría de la paz democrática» para aplicarla a la actual coyuntura bélica de Ucrania, un inesperado conflicto en el corazón de Europa.

Dicha teoría clásica —véase Pugh, Jeffrey (2005). Democratic Peace Theory: A Review and Evaluation. Center for Mediation, Peace and Resolution of Conflict (CEMPROC)— se puede enunciar así: las democracias no inician guerras; solo las dictaduras lo hacen. En consecuencia, si todo el mundo fuera democrático no habría guerras. Esta fue la esperanza que surgió en 1990, tras la caída del muro de Berlín, y que arrancó del deslumbrante artículo sobre el fin de la historia de Fukuyama en 1989.

La teoría de que las democracias son intrínsecamente pacíficas y las dictaduras son estructuralmente belicosas es atractiva, y posee notables asideros argumentales. Los estados democráticos tendrán tendencia a respetar los derechos humanos y se inclinarán por mantener la paz ya que esto es lo que quiere la ciudadanía, ante la que responden sus cuadros dirigentes. Además, las democracias están acostumbradas a resolver los problemas dialécticamente, mediante la discusión y la síntesis, por lo que tenderán a hacer lo mismo en el terreno internacional. En consecuencia, si el proselitismo democrático occidental, encabezado por los Estados Unidos y las demás grandes democracias parlamentarias, consigue que todas las dictaduras se conviertan en democracias, habremos llegado a un estado parecido a la paz perpetua de Kant, quien ya abordó esta cuestión a finales del siglo XVIII.

Este planteamiento es sugerente, pero Skidelsky desmonta los dos axiomas sobre los que se asienta. En primer lugar, la teoría de la paz perpetua se basa en la idea de que el comportamiento exterior de un Estado está determinado por su constitución interna, sin tener en cuenta que el sistema internacional puede afectar severamente a la política interna de un país. Y cita a Kenneth N. Waltz, quien sostiene y demuestra que la anarquía internacional condiciona el comportamiento de los estados más de lo que el comportamiento de los estados provoca la anarquía internacional.

El segundo axioma que fracasa es que la democracia es la forma natural del Estado, que los ciudadanos de cualquier lugar adoptarán espontáneamente si se pone fin a las obstrucciones que lo impiden. «Esta dudosa suposición —escribe Skidelsky— hace que el cambio de régimen parezca fácil, porque los poderes sancionadores pueden contar con el apoyo acogedor de aquellos cuya libertad ha sido reprimida y cuyos derechos han sido pisoteados».

Sin embargo, la experiencia demuestra la tremenda dificultad de instalar un régimen democrático allá donde no existen «tradiciones constitucionales occidentales». Los ejemplos son abundantes: están Siria, Libia, Afganistán, numerosos países africanos surgidos de la descolonización, etc. La propia Rusia es un ejemplo manifiesto de democracia fallida, en que un régimen claramente autoritario como es el de Putin no suscita el rechazo masivo de la ciudadanía, sino que esta vive masivamente aletargada, probablemente víctima de una socialización durante siglos en un magma de conceptos inaceptables para un corpus ideológico occidental.

En definitiva, por ahora el «fin de la historia» basado en la expansión automática de la democracia a todo el orbe no es más que una remota utopía ya que en muchos ámbitos no existe una verdadera demanda de pluralismo parlamentario tal como lo entendemos en nuestras democracias.

Tendremos en fin que acostumbrarnos a la coexistencia entre nuestro modelo y otro diferente, hasta cierto punto antitético, formado por las dictaduras rusa y china y por los estados y facciones iliberales que están tomando cuerpo en nuestro propio ámbito de libertades, que se han apoderado ya de algunos países de la UE y que amenazan cada vez más la estabilidad de democracias como la francesa, la italiana o la española. Ojalá que el «fin de la historia» no sea en realidad el triunfo de estas autocracias, con el beneplácito de grupos cada vez mayores de desertores del venerable e insustituible pluralismo parlamentario.

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