Llama la atención que dos partidos supuestamente antagónicos como Vox y Podemos lleven, desde que Rusia invadió Ucrania, haciendo esfuerzos por convencer a la opinión pública de que su enemigo irreconciliable es amigo de Putin. Por una vez, debo darles la razón a los dos.

Las afinidades ideológicas de Vox con una autocracia imperialista, corrupta, reaccionaria y nostálgicamente nacionalista son tan evidentes, que los esfuerzos por borrar a la carrera los más inconvenientes tweets en apoyo del modelo que representa el dictador ruso emitidos por los más lenguaraces y radicales activistas del partido de extrema derecha se antojan más bien estériles: llevan tanto tiempo mostrando el plumero, y es tan obvio que Vox representa el tipo de movimiento que el putinismo considera útil para desestabilizar nuestras vulnerables democracias —como el Frente Nacional, como Orbán, como el trumpismo—, que uno siente pudor y hasta cierto sonrojo al ver al bueno de Abascal fingiendo estar, por una vez, en el lado correcto de la historia, y negando sus querencias kremlinianas hasta el 23F. Sólo los ingenuos pueden creerle. Los demás sabemos qué clase de sujeto es, y qué clase de gente son sus secuaces.

Más sutil parece, al menos a primera vista, el caso de Podemos. Pero la credibilidad de la extrema izquierda se viene abajo con la misma facilidad que la de sus colegas ultras del otro extremo del arco parlamentario: el pacifismo de Podemos es tan falso como el patriotismo de Vox.

Pues todo pacifismo que niegue el derecho a la legítima defensa deja de serlo para devenir apaciguamiento. Según la lógica de Podemos, en nombre de la no violencia los niños víctimas de bulliyng deben dejar hacer a sus abusadores, y las mujeres sexualmente agredidas deben dejar salirse con la suya a sus violadores. No se debe provocar al agresor, no vaya a enfadarse. Como buen matón («no te resistas, que va a ser peor»), Putin advierte a Ucrania que si sigue resistiendo, se verá obligado a escalar el conflicto. Y eso es lo que Podemos dice querer evitar privando a Ucrania de medios para defenderse: la escalada. Su solución: el diálogo.

¡Claro! Ahora entiendo por qué a los holandeses y a los belgas les fue mal en mayo de 1940: porque no supieron dialogar con los invasores alemanes. ¿Cómo no se les ocurrió? Si es que tienen que venir los de morado a explicárnoslo a los demás, que no entendemos nada y nos dejamos llevar por la propaganda de los medios de masas vendidos a la CIA. «Es que van provocando»... adivinen si la frase se la dedica un tipo que le mete mano a las mujeres que llevan minifalda sin su permiso, si se la dedicaron Goering y Goebbels a los polacos en 1939, o si se la dedicó hace pocos días el ministro de Exteriores ruso a los ucranianos; no se preocupen, todas las respuestas son correctas, porque la lógica subyacente es la misma: la culpa la tiene la víctima, y el equilibrio sólo puede restablecerse dándole lo suyo al agresor. La victoria, para el que la merece.

Cuando se oye decir a Ione Belarra, Irene Montero o Pablo Echenique que no hay que ayudar a los ucranianos, sino apostar por la paz, el diálogo y la diplomacia con el monstruo, uno intenta ser caritativo, y entender que estas tonterías salen de la boca de seres intelectualmente muy limitados y carentes de la más elemental cultura política (o sea, histórica, porque quien no sepa historia, nada sabrá de política; pero ésa es otra historia, nunca mejor dicho). Uno no cree en Dios, pero recuerda el sapientísimo «Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen» del Crucificado, e intenta armarse de paciencia, amén de desear que en un futuro cercano no se pueda llegar a ministro ni a portavoz de un partido de gobierno siendo tan inane. Pero al escuchar las mismas barbaridades en boca de seres cuya formación e inteligencia están fuera de toda duda, como es el caso de Pablo Iglesias o de Juan Carlos Monedero, entonces a uno se le acaban la caridad y la paciencia, y recuerda que eso es exactamente lo que hizo el Partido Comunista Francés durante el invierno de 1939 al 40: en nombre de «la paz» hizo todo lo que pudo para desmoralizar a los soldados galos, cosa que contribuyó a su apabullante derrota primaveral. A aquellos comunistas no les importaba un bledo la paz; al contrario, seguían la consigna de su amo, el dictador soviético Stalin, a la sazón aliado de Hitler en su empeño imperialista y antidemocrático.

Aún hoy en día, los neonazis tienen el valor de referirse al segundo conflicto a escala mundial como «la guerra que le fue impuesta a Alemania». Pues bien, según la intelligentsia podemita, lo mismito le pasa al pobre Putin, a quien la OTAN y el imperialismo yankee han obligado a hacer lo que no quiere hacer, que es bombardear a sus vecinos por su propio bien. Ya se sabe que la culpa, como siempre, la tiene el capital. Otros antiamericanos habituales, los chicos de Izquierda Unida, a punto han estado de deslizarse por la misma pendiente resbaladiza —recuerden su manifestación por la paz y contra la OTAN, que no contra Putin, de hace pocos días en Madrid—, hasta que Yolanda Díaz, para quien el poder es más importante que las ideas, los ha rescatado de su error táctico.

¿Qué comparten fascistas y comunistas? Su odio a la libertad y al individualismo, su fundamento filosófico en la basura doctrinaria del idealismo alemán hegeliano, su preferencia por la metafísica frente a la física (es decir, su desprecio por la realidad, por el método científico y por el refinamiento intelectual que libera a los humanos de su minoría de edad), su subjetivismo emocional, romántico, irracional y antiilustrado como herramienta de análisis social, sus consignas simplificadoras de origen dialéctico —buenos contra malos—, su concepción teleológica de la historia, su colectivismo de corte identitario, su intolerancia hacia quienes no opinan como ellos, y su querencia por regímenes de carácter totalitario. En resumen, su rechazo al ideal fundacional de las democracias occidentales.

No sé hasta qué punto es pertinente o no la prohibición de partidos que amenazan la misma noción de democracia liberal y representativa fundada en el Imperio de la Ley —tanto nacional como internacional—, que es la única posible. Tanto una respuesta afirmativa como una negativa me inspiran dudas y contradicciones internas, porque prohibir en nombre de la libertad puede hacerse, sí, pero con mucha prudencia, sólo si es imprescindible, y aun así inspira cierto reparo. Pero mientras debatimos si partidos como Vox y Podemos deberían o no estar prohibidos, sí que podemos ir haciendo una cosa: no votarles. Nunca.