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Antonio Papell

El Madrid de Ángel Gabilondo

Madrid es una comunidad autónoma residual que tuvo que constituirse por exclusión, después de que se descartara que formase parte de Castilla-La Mancha, ya que hubiera desequilibrado absolutamente un ente territorial en que una de sus áreas metropolitanas agrupara mucha más población que el resto del territorio. Joaquín Leguina, primer presidente de aquella comunidad uniprovincial, tuvo la osadía, hasta cierto punto fecunda, de dotarla de una personalidad nacionalizante, con bandera e himno, que le permitiera competir , siquiera estéticamente, con los demás entes territoriales regionales, algunos de ellos verdaderas naciones/nacionalidades, como reconoce la Constitución.

Desde entonces, y como siempre, Madrid es y representa en España el centro, la concepción centralizada de un Estado radial en el que todo gira alrededor. Con la particularidad de que este diseño arcaico, que resultó muy útil a la dictadura franquista para mantener un control medieval, centralizado y tentacular del país, ha tenido que ir cediendo paso a una España multipolar, facilitada por la Carta Magna democrática, en que hay otros dieciséis centros relevantes de poder que obligan a una reformulación del conjunto. En otras palabras, el viejo Madrid conservador, centralizador, que se aprovecha de las economías de escala que le proporciona su posición, que es rico de nacimiento porque el poder político centralizado ha atraído a gran parte de poder económico, es un ente desequilibrante que debería ceder cuanto antes paso a un concepto más abierto y generoso de la España en red, que explicaba con inteligencia Maragall cuando aún no se había embarcado en aquel desastroso tripartito.

Los conservadores en Madrid pretenden mantener este introspectivo statu quo: las rentas derivadas de la capitalidad, que atrae inversiones de todo tipo y es un imán para numerosas actividades vinculadas al sector público o apoyadas en él, pueden sustituir parte de la tributación ordinaria, de forma que el ciclo perverso se agrava: los bajos impuestos atraen a más contribuyentes, que permiten seguir reduciendo tarifas. Y, por añadidura, puesto que la derecha no tiene especial interés en elevar la calidad de los servicios públicos, no existen déficit presupuestarios significativos. Por eso, la derecha ha podido «vender» su supuesto milagro: Madrid es opulencia y tiene los impuestos más bajos de España.

Ángel Gabilondo llega a estas elecciones en un clima político desaforado, en que el PP ha de pugnar por su espacio con Vox, Isabel Díaz Ayuso ha conseguido la notoriedad suficiente para disputar a Casado el liderazgo del Partido Popular y la izquierda del PSOE está dividida en Más Madrid y Unidas Podemos, que rivalizan por la misma clientela. Y de momento, Gabilondo ha ofrecido a la ciudadanía moderación, intensidad intelectual –el aspirante es catedrático de Filosofía, escritor ilustre, ex ministro de Educación y exrector de la Universidad Autónoma de Madrid-, la serenidad de quien gobierna no por el afán de poder sino para prestar lealmente un servicio público, y la grandeza de ánimo de quien sabe asumir la impopularidad cuando ha de tomar decisiones difíciles en busca del bien común.

Se puede entender que, dada la naturaleza del discurso de PP madrileño, Gabilondo anuncie que de momento mantendrá el actual sistema impositivo, sin subidas (la situación pospandemia tampoco permitiría otra cosa en un largo periodo de tiempo). Pero para vencer a la derecha, que en Madrid ha dado pruebas de sus buenas y malas artes, no parece razonable concurrir con sus mismas armas. Madrid es una ciudad privilegiada que concentra demasiado poder, que debe fomentar generosamente el reequilibrio del Estado desde el centro a la periferia facilitando la generación de la malla que vertebre la España vaciada; no puede hacer legítimamente competencia desleal manteniendo una presión fiscal disuasoriamente baja sino que ha de ser partidaria de una relativa armonización fiscal; y en definitiva, en lugar de atraer indiscriminadamente flujos exteriores para enriquecerse cada vez más, tiene que habilitar nuevas formas de coexistencia de forma que irradie prosperidad y bienestar. Madrid, para los progresistas, debe ser un estímulo estatal y no el avariento receptor de todas las plusvalías. Esta propuesta, con la consiguiente actitud, es la que se espera de Ángel Gabilondo.

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