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En aquel tiempo de epidemia se escribieron libros y se redactaron memorias. Se perpetraron dietarios y se parieron leyendas. Se inventaron mitos, historias, narraciones y crónicas. Nacieron personajes en esos tiempos de epidemia. Vieron la luz novelas, amanecieron relatos, se imaginaron fábulas. Nunca se leyó tanto. Jamás hubo tanta gente en vela puliendo textos en la madrugada negra. El confinamiento avivó la imaginación. Alentó vocaciones. Espoleó plumas, hizo bajar a las musas. Al fin la inspiración encontraba al escritor en casa trabajando. Fue fructífero aquel tiempo de epidemia.

Cuando al fin acabó y las imprentas pudieron volver a funcionar, no dieron abasto lanzando testimonios, novelones, misceláneas, poemas y hasta dramas en tres actos. Fue buena la cosecha en aquel tiempo de epidemia. El peligro acabaron siendo los letraheridos. Los de siempre y los que se contagiaron en aquel largo tiempo de epidemia. Una legión de letraheridos que, sin retrovirales, se reincorporaron a sus afanes, quehaceres, oficinas y trabajos. Contagiando a mucha gente. Que al terminar la jornada llegaban febriles a casa deseando emborronar folios, aporrear el teclado, chutarse unas líneas. Pasarse la noche juntando palabras. Para de buena mañana acudir como zombies a infectar a ágrafos incautos, a mansos iletrados.

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