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Desde el siglo XX

José Jaume

El descrédito de Armengol la incapacita

Unas copas a deshoras dan a entender que las restricciones que la autoridad competente dicta para la ciudadanía no van con ella

El descrédito de la presidenta Francina Armengol es inocultable: queda sin rastro de autoridad para ordenar la aplicación de medidas coercitivas, dictar normas que restringen algunas libertades fundamentales, como la libre circulación. No se puede pretender que se cumpla el confinamiento nocturno, un toque de queda en toda regla, cuando se han pasado por el forro las previas normas que ella misma había aprobado. Además, las torpes explicaciones ofrecidas sobre los hechos señalan lo evidente: Armengol y quienes la acompañaban dieron por sentado que estaban por encima del cumplimiento exigido a los demás. Ante el disparate, irresponsabilidad manifiesta, falta de civismo, solo cabe en un político decente la dimisión, porque no son suficientes las tardías disculpas ofrecidas. En Europa han dimitido por causas semejantes otros políticos. La presidenta de la Comunidad Autónoma se aferra al cargo, lo que no es novedad en las Españas, tampoco en las islas adyacentes, hasta que, en su caso, Pedro Sánchez decida que el oprobio puede alcanzarle. Mejor no olvidar que la memoria del presidente del Gobierno es muy larga, que no olvida ni perdona las deslealtades. Francina Armengol lo fue con el secretario general del PSOE. Es seguro que la deuda será puesta al cobro cuando la ocasión lo requiera, y esta parece estar llegando.

Sorprende la sensación de impunidad que albergan algunos dirigentes políticos cuando alcanzan cargos públicos: se consideran de inmediato blindados, asumen que las directrices de obligado cumplimiento no van con ellos, que graciosamente pueden hacer lo que a la ciudadanía le está vedado. Las copas de Armengol tienen un precio. Lo va a tener que pagar. La oposición se ha tirado a degüello exigiendo la dimisión de la presidenta de la Comunidad Autónoma. El primero en hacerlo ha sido el presidente del PP Biel Company, siempre aguerrido en la descalificación del adversario y ducho en el embuste parlamentario. Sucede que no ha medido bien el alcance que seguro tendrá su exigente petición para que Armengol desaparezca de escena. En política cuando se reclaman actuaciones contundentes, extremas, como es la de solicitar dimisiones, exigirlas con solemnidad, aunque sea impostada, se ha de albergar la certeza de que no se está bajo un techo de frágil cristal susceptible de desmoronarse sobre la cabeza. Company se cobija en algo peor que eso: en su día fue condenado penalmente por un asunto no menor, que si hasta el momento ha sido soslayado, porque a la izquierda mallorquina le ha interesado no aventarlo dada la endeblez que exhibe el presidente del PP, que, al igual que Armengol con Sánchez, no suscita respaldos férreos en la sede central de su partido; ahora, tal como se han puesto las cosas, no tardará en sacarse al escrutinio público, que, para deshonra de Company, será severo: lo sucedido años atrás no fue una bagatela ni una salida a destiempo para tomar copas, sino lo que en la sociedad española y adyacentes islas hoy no se disculpa.

Es altamente probable que en las elecciones que están por venir no se cuente con la presencia de Armengol y Company. La primera caerá por una impresentable actuación de enorme irresponsabilidad en época en que la ejemplaridad no solo es exigible sino que se torna imprescindible para solicitar a la ciudadanía que acate lo que se le ordena. No entenderlo constituye grave negligencia. El segundo se tendrá que ir porque no se puede soslayar indefinidamente lo que le llevó a vérselas con los tribunales años atrás, lo que nunca consideró que fuese razón suficiente para apartarse voluntariamente de la vida pública. El PP debería haberlo valorado adecuadamente. Se supo en su momento sin que tuviera trascendencia, porque entonces Company no lideraba el PP balear. Company pide la dimisión de Armengol. Tendremos dos por el precio de uno.

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