Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Se llama Bartolomé

Este hombre es, como tantos de su generación, que ronda los noventa, de una educación y una humildad casi desfasadas

La tarde caía a fuego sobre Palma, pero la cita estaba concertada a las seis en punto. Desde Montesión, media hora de camino. Y de pronto, una mujer discretamente vestida, de gran serenidad en su rostro y atenta, super atenta, que me abría la puerta. Me lleva a una salita de estar, y espero. Es una decoración típica de las casas de la burguesía palmesana, pero con incidencia específica en las fotografías familiares: la historia de un grupo humano esparcida sobre muebles a su vez cargados de historia. El nombre surge como una exhalación: tras su visera de plástico, una mirada inquisitiva y una bondad derramada con sencillez e inteligencia. Está un poco fastidiado por uno de estos achuchones que nos regala la vida de sopetón, pero se ha recuperado y el diálogo es fluido, dominado por su curiosidad narrativa y mi escucha pienso que bondadosa. La mujer desaparece para dejarnos a solas por si queremos charlar más privadamente. Y se abren palabras entrañables, cada vez más serias y más íntimas. Bebo un agua que ella me ha traído. El tiempo, casi lo único que tenemos, se ensancha.

En su momento, el hombre me pregunta si he escrito algún libro, a lo que respondo que varios, y él añade que también le gusta mucho escribir. Casi al instante, inclinándose hacia mí como quien va a desvelar un secreto, me comenta que, a lo largo de su vida, ha redactado letras sobre cuestiones religiosas o sencillamente existenciales, pero que lo mejor lo tiene recopilado en dos volúmenes, uno en forma de libro y el otro en un grueso cuaderno recogido en espiral. Está ilusionado al comentarme que el que más ama es el segundo porque es una especia de "testamento espiritual" dedicado a sus nietos, que son siete. Le sugiero, yo también entusiasmado, que me los deje hojear, y con una rapidez sorprendente se levanta, apoyado en su bastón, y desaparece por la puerta de la salita. Escucho cómo habla con la mujer, que es su esposa, y me dedico a contemplar una pintura excelente que nos vuelca sobre el mar costero. Un mar en paz, como el hombre que seguramente colocó allí tal pintura. Espero con verdadera ilusión y me imagino al escritor escrutando en su cajón principal hasta dar con el preciado material.

Cuando retorna, está exultante: "Solamente le puedo regalar el primero, porque el cuaderno tiene pocas copias, pero lo lee y cuando me lo devuelva lo comentamos, si le parece". Antes de que me olvide, este hombre es, como tantos otros de su generación, la que ronda los noventa, de una educación y hasta de una humildad casi desfasadas. Son sus palabras, son sus gestos, son sus ademanes, que a veces tanto le cuestan. Es el todo de un conjunto de detalles que conforman una personalidad tan atractiva como delicada. Y, además, tiene un aire de contemplativo, como de quien ha dedicado largas horas a meditar sobre las cosas, las personas y, lo imagino, sobre Dios y su misterio. Una tipología que me recuerda a personajes perdidos en el tiempo, cual mi propio padre, cual Toño García, cual María Zambrano, entre tantos. Tipología admirable, que siempre he admirado porque me siento muy lejano de algo tan bello y tan positivo para la humanidad. Bondad inteligente, me atrevo a llamarla.

Ya en casa, tras una despedida de nuevo educadísima y en un retorno feliz, hojeo ambas publicaciones. El breve libro está dedicado a compañeros de una experiencia cristiana, pero el segundo, titulado El Sermón del Abuelo, repito que, escrito para legar un legado humano y creyente a sus nietos, es de una elegancia, claridad y enjundia dignas de ver la luz de modo mucho más público. Hasta el punto de que pienso mover su posible publicación, si el hombre me da su permiso. La razón es muy sencilla: en cada folio, late una experiencia de Dios y de las personas de tanta sensibilidad y humanidad que consigue "encarnar" nuestra fe de manera que se nos haga tan rotunda como accesible. Una actitud que se resume en estas líneas para tomar nota: "Voy a repetiros algo que ya os he dicho: no esperéis "demostraciones", ni nada parecido. La fe llena vacíos y despejas incógnitas, pero no lo hace con las herramientas de la Física u otra ciencia, porque no dispone de otras fuerzas que no sean las que nacen del espíritu" (pág. 36). En tiempos de frivolidad al comentar un montón de cuestiones religiosas y en concreto cristianas, es alentador que un católico laico escriba palabras tan luminosas como sensatas. La racionalidad de la fe se pierde en la propia fe.

Fueron dos horas deliciosas por la serenidad y la hondura. Tanto que también yo le narré un montón de cuestiones y situaciones personales, que el hombre acogía con un interés no fingido. Uno ya tiene algunos años, pero percibí que fueron horas de estar como discípulo ante un egregio maestro de vida y de esperanzas. Ya en el sillón de la habitación, bajo una luz tibia, he leído los dos textos, y me quedo con unas palabras casi conclusivas: "A mí me gustaría haber sido un gran científico, pero a estas alturas de mi vida, lo que quiero de verdad es sentir el amor de Dios, que cada vez se acerca más, y el de las personas que están unto a mí" (pág.75).

El hombre se llama Bartolomé. La mujer, me lo callo. Forman una pareja admirable que llevan más de sesenta años juntos. Se aman. Se cuidan. Gracias a ambos.

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