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Teorías

Una teoría del Brexit.

Boris Johnson es un ser desconcertante. Ejerce de apache enloquecido y ha conseguido dividir el Reino Unido como nunca había ocurrido desde la Guerra de las Dos Rosas. Ni la forzada dimisión de Eduardo VIII causó tal discordia. El escritor Ian Mc Ewan -de quien me fío plenamente- decía hace dos meses: 'Boris Johnson es un hombre educado e inteligente, con mucho encanto personal. Y se ha convertido en un tarugo populista de la peor calaña.' Y después añadía: 'a pesar de ser un hombre cultivado y como tal, con un sentido de lo que es la Historia, ha mostrado una profunda ignorancia sobre el funcionamiento de la democracia parlamentaria. Y en ese sentido ha sido una gran decepción'. Me llamó la atención, no sólo el contraste entre la idea que tenemos de Boris Johnson (trasladada por la prensa) y lo que decía McEwan. ¿Y si es el miedo lo que mueve a Johnson a salirse de Europa?

El papel de Gran Bretaña en la Unión Europea no ha sido, precisamente, muy favorable a la Unión Europea. De hecho ha habido momentos en que parecía estar ahí para boicotearla desde la ampliación con países-miembros a los que les faltaban aún muchos requisitos para ingresar en ella. Y cuando la cosa ha empezado a disgustarle, decide salirse. Pero, ¿es sólo disgusto o es pánico?

Macron ha dicho que la OTAN está en muerte cerebral y confiemos que se equivoque -la comisaria Von der Leyen le ha salido al paso, contradiciéndolo-. Ojalá tenga razón ella; si Europa está perdiendo la guerra económica, es mejor no imaginar lo que sería de ella sin la OTAN. Un sabio amigo romano me decía hace dos días: 'volvemos a estar en el siglo VI'. Y quizá sea de ahí de donde huyen los británicos para refugiarse bajo el ala norteamericana, temblando de miedo disfrazado de superioridad, mientras su despeinado líder les asegura que volverán a ser fuertes y que su debilidad actual es culpa de Europa y no de sí mismos.

Me reconforta saber que aquellos escritores británicos que leo -ahora me refiero sólo a mis contemporáneos- siguen estando todos en contra del Brexit. Como me alegró estar en Londres hace treinta años y ver desde allí -en la televisión de un piso municipal de Blackfriars- la caída del Muro de Berlín. Entonces pensé en John Le Carré y en tantas buenas películas de espionaje sobre la Guerra Fría, que en nuestro país había sido algo muy, muy lejano. También pensé en que a partir de ese momento ya nunca volveríamos a encontrarnos en una situación tan inquietante como la que estamos ahora. Visionario que es uno.

Otra teoría coyuntural.

En nuestro mundo artístico se va extendiendo como mosquito tigre la palabra activista. No viene sola. Se ve que es una palabra a la que le incomoda la soledad. Todo lo que denota prefiere el grupo y le entusiasma la masa (desconocen las palabras de Jünger: '¿Por qué son tantos los que se quejan de no tener suficiente reconocimiento de los hombres? Sería mucho peor si ocurriera al revés'). Escritor y activista, por ejemplo, se lee bastante por ahí y uno sospecha que más se acabará leyendo activista y escritor.

El orden de los factores aquí sí altera el producto. Es más: lo puede llegar a alterar tanto que lo de escritor se desvanezca en lo de activista. Más aún: ¿no será que cuando lo de escritor flaquea es cuando toma más fuerza lo de activista? ¿Es el activismo un vampiro del arte que se enseñorea del cuerpo del artista cuando lo ha desangrado de su arte por completo?

Uno no sabe si este fenómeno lo ha provocado la fiebre de Cataluña, la crisis económica, el cansancio ante el inmovilismo, la compulsiva voluntad de no dejar de sentirse joven por viejo que se sea (o precisamente porque se empieza a ser viejo), el miedo a no perder el tren ante un cambio de cultura, o todas estas causas a la vez.

La palabra activista -acompañada de otra cosa- engaña, salvo a los que tenemos cierta edad. Porque el escritor activista ve gigantes donde sólo hay molinos y quiere que todos veamos gigantes donde hay sólo molinos. Y el único activismo de un escritor es la soledad. Y en ella saber sacar provecho literario de la compañía de sus propios fantasmas. O así debería ser.

Y acaso una teoría.

En el día de hoy, tal vez convendría leer a Jonathan Swift, cuyos restos están enterrados en la catedral de San Patricio, en Dublín -allí lo visité, con Helena y nuestro amigo el poeta Enrique Juncosa- y cuya mayor proyección en la España contemporánea tuvo lugar en Mallorca, en la figura y obra del escritor Cristóbal Serra. Tòfol nos enseñó a algunos lo provechosa que era la lectura de Swift y no sólo para no perder el humor en momentos difíciles. Hoy, antes de ir a votar, les recomiendo El arte de la mentira política. Sólo necesitan veinte minutos.

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