El Parlament se divierte. Es martes y celebra la fiesta de fin de curso. Los diputados piensan a lo grande. Biel Company sitúa a Francina Armengol en la orquesta del Titanic. Dirigida por Wallace Hartley, toca impasible Alexander's Ragtime Band, una canción de Irving Berlin, mientras el gigante de los mares se hunde en las heladas aguas del Atlántico. La presidenta del Govern también apuesta por la metáfora marinera. Ella es la capitana del trasatlántico que con un golpe de timón ha variado el rumbo de colisión y, al esquivar el iceberg, ha evitado la tragedia a la que el barco se dirigía por culpa de las políticas del PP.

Las alusiones al Titanic nos adentran en el subconsciente de la mayoría de nuestros políticos. Elevan las comunidades autónomas a nivel de gran Estado, cuando son poco más que la aldea gala de Asterix en un mundo globalizado. Creen navegar o estar al frente de un gigante de los mares cuando solo les hemos encargado que patroneen un tan humilde como necesario llaüt. La grandeur francesa es un pecado venial si se compara con la parafernalia de la que se rodean las autonomías patrias. Es lo que podríamos llamar el síndrome Titanic.

Hace unos años, durante una visita a Estocolmo con un grupo de periodistas, teníamos una cita con Cecilia Malström, entonces ministra de Asuntos Europeos y hoy comisaria de Comercio de la Unión Europea. Acudimos a la sede de la presidencia del Gobierno, un policía la llamó directamente a su despacho, acudió sin séquito a la entrada del edificio para franquearnos el paso, encendió las luces de una sala y allí iniciamos una conversación sin protocolo ni intermediarios.

Una reunión tan sencilla resulta impensable en el Govern o en cualquier gobierno regional español. El más ínfimo conseller está rodeado de un equipo de jefes de prensa dedicado a obstaculizar la labor de los periodistas, un puñado de asesores colocado por el partido y, por supuesto, los altos funcionarios que son quienes realmente dominan los asuntos y convierten, o deberían hacerlo, en innecesarios a los colocados a dedo.

Las conselleries ubicadas en casals del casco antiguo o en edificios ultramodernos son más ampulosas que cualquiera de los ministerios suecos que tuve oportunidad de visitar. A nuestras autonomías les gustan más los salones con maderas nobles y dorados del Titanic que la elegante sencillez de nuestro llaüt.

Sin duda, la gran promotora del lujo en la gestión pública fue Maria Antònia Munar. Desde que entró en el Ejecutivo de Gabriel Cañellas al frente de la conselleria de Cultura, pero sobre todo desde la presidencia del Consell, hizo del oropel un estilo de gestión. No fue la única, pero sí la más destacada entre los numerosos políticos afectados por el síndrome del Titanic.

Aluden al barco capitaneado por Edward Smith porque creen que una comunidad es una máquina gigante. Sin embargo, el espíritu con el que deberían llegar al poder autonómico los dirigentes de la autonomía balear que salgan de las elecciones del 26 de mayo es el del sencillo llaüt. Práctico, sin lujos, maniobrable para evitar el choque y navegar en aguas poco profundas. Ha sido útil para solucionar los problemas de subsistencia de los mallorquines mediante la pesca o el contrabando. Incluso se empleó para salvar a quienes escapaban de la represión durante la guerra incivil. Si persiste la errónea idea de que las autonomías son un Titanic, quizás entremos en rumbo de colisión.