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El precio de la igualdad

Todas las agresiones de un hombre a una mujer en el marco de la pareja o expareja son violencia de género. Una decisión que hace saltar por los aires la igualdad formal de todos los ciudadanos ante la ley

Me niego a escribir un artículo explicándoles lo muchísimo que me río con mi compañero de trabajo. Todo lo que he aprendido de él. Tampoco les voy a contar lo que me consuela subir a desahogarme con varios de los técnicos de sonido, que de un enfado sacan carcajadas. No les hablaré de lo que quiero y respeto al padre de mi ahijado, ni tampoco de la amistad que me une a mi ex. Sin el que sería incapaz de cambiar los toalleros del baño. Y no voy a hacerlo porque me resisto a creer que es necesario recordar que hay hombres maravillosos. Como aquella vez que expliqué que algunos de mis mejores amigos son gais. O negros.

Acatar las sentencias judiciales no implica estar de acuerdo con ellas. El Supremo condenó a un hombre a 6 meses de prisión por una pelea con su pareja en una discoteca. No se ponían de acuerdo sobre la hora de irse a casa y se inició la discusión. Fue ella quien le dio un puñetazo en la cara, a la que él respondió con una torta con la mano abierta que, a su vez, fue contestada por una patada de la mujer. Sin lesiones en ninguno de los dos casos. La pena para ella es de 3 meses. Él fue condenado por violencia de género y ella, por violencia doméstica o familiar. Así, ya no es necesario acreditar que la violencia se produce por el hecho de ser mujer. Todas las agresiones de un hombre a una mujer en el marco de la pareja o expareja son violencia de género, aunque sean mutuas.

Una decisión que supone hacer saltar por los aires uno de los principios básicos de cualquier democracia: la igualdad formal de todos los ciudadanos ante la ley. Es evidente que tenemos un problema muy serio cuando no somos capaces de evitar que siga habiendo Lauras Luelmo. O Sacramentos Roca. Precisamente por eso, igual deberíamos plantearnos que no valen los atajos, las soluciones aparentemente sencillas. Porque, desde que tengo uso de razón, ya existían Míriams, Toñis i Desirées. Y sigue habiendo mucho cabestro suelto.

Me dirán que hay casos en los que, por los mismos hechos, dos sujetos tienen tratamientos diferentes. Verbigracia, cuando un menor se pelea con un chico de 19 años y hay cuchilladas, la pena del mayor es más elevada. Me niego a que a las mujeres se nos considere igual que a los menores de edad. Que sea menos grave una agresión nuestra porque somos víctimas a priori. Otro caso: si un terrorista asesina, la pena es más grave porque se le condena por terrorismo. Pero únicamente si mata en un atentado, no en una pelea con su vecino. Es demencial que se juzgue a los hombres peor que a los terroristas.

Quiero no tener impedimentos por el hecho de ser mujer. Que nadie me haga de menos. Que ningún hombre me considere inferior, ni de su propiedad, ni un trozo de carne a su servicio, ni me pierda el respeto. Quiero las mismas oportunidades y condiciones. Y, a partir de ahí, que se me exijan las mismas responsabilidades por mis actos. Me temo que las condenas -cuando el daño ya está hecho- no van a disuadir a ningún Rafael Pantoja ni Bernardo Montoya. Utilizar políticamente un asesinato es ruin. Provoca, además, que cualquier intento de debate sea tildado de machista. Y crea el caldo de cultivo perfecto para populismos de todos los colores. Que -oh, sorpresa- plantean soluciones milagrosas a problemas complejos.

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