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Antonio Papell

Ni comisión de la verdad ni ley de concordia

La "ley de Memoria Histórica 52/2007,de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura", conocida popularmente como ley de Memoria Histórica, fue una ley tardía e incompleta, sin duda bien intencionada, con que Rodríguez Zapatero y su gobierno pretendieron resolver algunos problemas todavía pendientes, como la exhumación de los fusilados del bando republicano en enterramientos informales, la pervivencia de símbolos y callejeros de claras resonancias franquistas, etc. La norma, muy criticada porque no criminalizaba suficientemente los excesos de la dictadura ni cancelaba los antecedentes penales de las víctimas, gustó a pocos, en la derecha y en la izquierda, pero supuso un paso indiscutible en la superación memorialística de la Guerra Civil y llenó un vacío demasiado largo, de más de treinta años, entre la muerte del dictador y la decisión de borrar sus huellas prescindibles (no es posible, obviamente, reescribir la historia, ni borrar de un plumazo la huella material de un régimen que duró casi cuarenta años). Felipe González, que pudo y debió haber avanzado en aquella dirección, no hizo nada; su inhibición se debió, según propia confesión, a que el teniente general Gutiérrez Mellado, quizá con buen sentido, le disuadió de ello para no reavivar rescoldos de odio.

Mariano Rajoy, pragmático, no debió compartir la mayor parte de las críticas de sus conmilitones a la ley de Memoria Histórica y tomó por la calle de en medio: la mantuvo pero ignoró y suprimió toda financiación de la norma en los Presupuestos del Estado. Pero a su marcha, el nuevo presidente del Gobierno, Sánchez, ha llegado con nuevas ideas sobre la materia, y el sucesor de Rajoy, Casado, ha irrumpido también con fuerza para cerrar otro nuevo ciclo de sinrazón sobre el pasado.

Pedro Sánchez ha decidido, como había anunciado, exhumar al dictador de su túmulo en el Valle de los Caídos, una petrificación arquitectónica del nacionalcatolicismo que hace las delicias de los turistas, perplejos ante la santificación al mismo tiempo religiosa y laica del amigo de Hitler y de Mussolini. Nada hay que objetar a esta atinada determinación, que debió haberse adoptado mucho antes. Pero, embalado por su propia osadía, Sánchez ha anunciado una polémica "comisión de la verdad", que debería encargarse de entregar una versión oficial de nuestra propia historia.

Quien haya leído el libro de Santos Juliá Transición. Una política española (1937-2017), aparecido el año pasado, sabrá que este trabajo ya está hecho. Pero, además, esta obra concreta se ubica en la cima de un gran monumento historiográfico de millares de artículos y libros que han hecho de nuestra Guerra Civil y décadas posteriores el acontecimiento mejor conocido de nuestra historia y uno de los más divulgados de la historia universal. Las comisiones de la verdad -recuerden las latinoamericanas, incluida la que dirigió Ernesto Sábato en Argentina- sirven para otra cosa y tienen otros objetivos. No enfollonemos pues aquí el porvenir con nuevas y audaces prospecciones inútiles sobre el pasado.

En esas estábamos cuando el joven líder de la derecha, quejoso porque no tenía sitio en el aquelarre antifranquista de la izquierda, ha irrumpido para anunciar la derogación de la ley de Memoria Histórica (que realiza a su juicio una "sectaria relectura de la historia") y la promulgación de una "ley de concordia" que será supuestamente la panacea universal de nuestros odios ancestrales.

Lo sensato sería que arrimáramos todos el hombro para desembarazarnos del inmoral alarde del Valle de los Caídos y que, una vez conseguido que el cadáver del dictador deje de ser objetivo turístico, cambiáramos de tema, mientras proporcionamos ayuda material y moral a quienes legítimamente quieren enterrar a sus muertos donde les dé la gana, rescatándolos -todavía- de las cunetas de las carreteras, de las fosas comunes de los cementerios o del amontonamiento irrespetuoso del propio Valle de los Caídos. Tenemos, en fin, que resolver un problema, y no resucitar el fantasma guerracivilista para continuar aquella guerra a estacazos que ya Goya nos marcó como el sino preferente de nuestras generaciones.

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