Diario de Mallorca

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Estamos volviendo a la Edad Media, a los tiempos oscuros aquellos en los que se sumergió Europa tras la caída del imperio romano. Creíamos que el Renacimiento había cerrado esa puerta para siempre y que el auge de las ciudades nos garantizaba la llegada de los tiempos modernos pero no. El medievo acecha, si no ha llegado ya.

No es el mismo que el de hace más de diez siglos, por supuesto. La red de redes se encarga por sí sola de marcar la diferencia. Pero las señales no engañan, con la oscuridad por encima de todas. Cuando dábamos por supuesto que Internet ponía el conocimiento al alcance de todos tropezamos con la paradoja de Orwell, como la llamó Chomsky: la catarata de datos conduce hasta la mayor ignorancia. Hace no tantos años, adquirir sabiduría era una tarea ardua y penosa que marcaba las diferencias. Hoy, el conocimiento se nos ha vuelto trivial. Y mentiroso, porque creemos saber lo que cada vez ignoramos de forma más profunda. Con la particularidad de que los sabios se han vuelto ridículos en el parecer popular. No cuentan el talento y el trabajo. Cuenta la apariencia, la doxa, esa amenaza acerca de la que los primeros filósofos griegos nos habían advertido ya.

También ha vuelto la aristocracia, de la mano esta vez no de la sangre sino de otra condición compartida al que, por mantener la referencia griega, cabría llamar el rasgo de la pertenencia a la clase privilegiada del ágora. Cuando nuestros abuelos atenienses inventaron la democracia se cuidaron muy mucho de apartar de ella a los metecos. Esos parias, es decir, extraños, son hoy todos los que quedan fuera de la tiranía de las redes sociales. Por no hablar de la división de clases más profunda, la que se da entre los ciudadanos del nuevo imperio, el de la postmodernidad, y quienes por no tener no tienen ni siquiera un teléfono móvil inteligente porque se conforman con llegar vivos a Europa en espera de que les vuelvan a expulsar del supuesto paraíso.

Por fin, está volviendo la fragmentación de las aldeas, en manos ya de los nuevos aristócratas. Frente al emblema por excelencia de la modernidad, el de la ciudad integradora como pieza de un Estado en el que caben todos, se apuesta por la división en pequeñas parcelas donde el poder local no cuenta con límite alguno. Un poder que apuntala aún más los rasgos de los que son compatriotas por exclusión del resto, como sólo cabe hacer cuando no se dispone de otro patrimonio que el de la identidad nacional.

No, el medievo no nos amenaza: ya ha llegado. Su fuerza es tanta que la idea fundacional de Europa ha desaparecido, sustituida por el trío de ignorancia, exclusión y patria. Puede que haya quien piense que no se trata de tres cosas sino de una sola porque, ¡ay!, la nostalgia de la modernidad, de la Ilustración, de la Enciclopedia es mucha. Lástima que hoy en día eso sólo signifique pertenecer al bando de los apestados.

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