Diario de Mallorca

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¿De dónde soy?

Esta mañana me he adentrado en mí, escribía Antonio Gamoneda y el verso me inspiró, hace unos días, la presente columna. ¿De dónde soy? Pues a saber. Nací en Euzkadi, pero al poco nos fuimos de allí y sólo mucho después pude visitar en Ordizia la casa natal. Lagun Artea, reza un rótulo en la fachada. Y poco más de euskera aunque, cuando volví, leía palabras en algún escaparate y me venía de pronto el significado junto al recuerdo de mi madre hablando aquella lengua, desde el balcón, con unos marinos vascos recién desembarcados en el pueblo gallego, Foz, donde residíamos.

En Foz fui a la escuela, tenía amigos, aprendí a nadar y en la cercana Lugo hice mi examen de ingreso al bachillerato, aunque la escolarización previa fue en Queralbs, el pueblo pirenaico donde veraneaba Pujol (aunque lamentablemente nunca me abriese cuenta alguna en Andorra para tener con qué tirar de mayor). También allí jugué -¡bendita infancia!-; a fútbol sobre todo y en la plaza del ayuntamiento excepto en invierno por causa de la nieve. Me apodaban Biosca, y aún puedo recitar de corrido el equipo del que mi modelo era defensa de la portería que guardaba el famoso Ramallets. Alguien afirmó que vivir es construir para la memoria y ahí han quedado, de Queralbs e imborrables, la Font del Raig, la estación del tren cremallera hacia la cercana Nuria, la masía de La Ruira donde pasé con mi hermano algún que otro verano y, en la distancia, el brumoso Torreneules que un día tal vez coronaríamos con Pedrito de la Fonda, Toñín o el Escalé, hijo del albañil que habitaba la casa de enfrente.

Después fue el Perthus, en la frontera con Francia. Para ir al cine había que bajar a La Junquera. Y estudiar por libre ya que el Instituto de Enseñanza Media del que después sería alumno estaba en Figueres. En esa ciudad, de la Rambla al bar Abrigall donde recalaba con mi primera novia. Varias décadas después y de paso por allí, fui al estanco donde trabajaba y movido, como ahora mismo, por los recuerdos. Fue un encuentro frío, casi protocolario tras el que volví al bar de entonces por si, después de cerrar, era presa de igual ocurrencia. Pero no apareció para hacer, de los años transcurridos, un paréntesis antes del ya sabido borrón y cuenta nueva del que se han salvado entrañables lugares de la zona y por razones varias: Garbet y la pesca submarina, Portbou por el empleo de mi padre allí, una Gerona sin par o la cercana Banyoles, residencia que fue de mi amigo del alma.

Estoy con Yeats cuando sugirió que uno pertenece más a su tiempo que a su país, por más que tiempo y geografía estén también marcados por improntas de otros. Así, Madrid o Sevilla por los amigos, y La Mancha es para mí bastante más que El Quijote. Por allí anduvo mi padre en su juventud, libre y luego preso durante la Guerra Civil en la cárcel de Chinchilla que visitamos con mi tío, fallecido al poco. Y en Tobarra vimos caer, junto a mi abuela, la torre de la iglesia sobre la plaza, aunque eso ocurrió mucho antes de Barcelona y el obligado tranvía 66 para llegar a la facultad, el bar Nuria junto a la Rambla o el mercadillo de Sant Antoni muchos domingos. No obstante, y a pesar de los años vividos allí, como estudiante y tras la licenciatura, desde mi adolescencia tenía decidido que el destino final iba a ser la selva amazónica y esa fue la razón de tanta lectura y apunte hasta que, ya en Sudamérica, circunstancias familiares forzaran un regreso que tardé años en considerar definitivo. Es todavía el motivo por el que la Amazonia sigue siendo el imán de algunos sueños.

En muchos desplazamientos, por motivos profesionales o simple placer, me he planteado si acaso no sería buena decisión la de quedarse, sea para mejorar en el oficio -así lo pensé en Norteamérica más de una vez-, sea por el encanto de tantos lugares: desde la cubana ciudad de Baracoa a la Argentina del sur o la Birmania del lago Inle aunque, por sobre devaneos varios, me haya pasado más de media vida en Mallorca. Y es que casarse con mallorquina puede traer aparejado ese premio adicional y, a día de hoy, quiero seguir con el bar Bosch o las ganas de volver a Sóller si acaso pudiera aparcar. Y unas tapas en El Pesquero pueden adornar el día al igual que me ha sucedido en Bilbao o Cádiz, la ciudad más antigua de Europa.

Ya entrado en aparato digestivo, me encanta el Albariño con pulpo a la gallega, pero que no me quiten una buena butifarra amb seques, y de la escalibada a esa merluza a la koskera que cocinaba mi madre algún que otro festivo. Sin olvidar las babarrunas de Tolosa que podía enviarnos nuestra tía. Con todo lo anterior a las espaldas, cuando no en la andorga, ¿de dónde soy?, podría preguntarme con otros. ¿Dónde habría decidido instalarme, de volver a elegir? Pues no sabría decirles. Ni querría, por temor a equivocarme. Al final, resultará que llevaba razón quien sugirió que muchos somos, definitivamente, de donde nos entierran y cualquier otra adscripción, mera casualidad. De entenderlo algunos así, quizá cediese la tensión soberanista. Que va siendo hora.

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