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Daniel Capó

Las cuitas de monsieur Necker

Madame de Staël, en sus Consideraciones sobre la Revolución Francesa, no sólo cuenta la historia concreta de uno de los episodios fundamentales para entender la Europa de los dos últimos siglos, sino que nos ofrece una biografía velada de su padre, Monsieur Necker, ciudadano ginebrino y ministro de Finanzas en la corte de Luis XVI. Hombre prudente, Necker admiraba de las instituciones inglesas su respeto por la contención y la abierta transparencia con la que actuaba el gobierno. "La economía y la transparencia -escribió Madame de Staël, haciéndose eco del pensamiento de su padre-, garantía de fidelidad en los pactos, constituyen la base del orden y del crédito de un Estado". La consolidación fiscal y el cultivo de la verdad -frente al secretismo y la mentira- formaban parte de sus convicciones políticas. Realmente se trataba de un mínimo más que de un máximo, de unos cimientos más que de un ideal. "Y del mismo modo que, a su juicio, la moral pública no debía ser distinta de la privada -leemos en las Consideraciones-, consideraba también que, en muchos aspectos, la suerte de los Estados debía manejarse con las mismas reglas que se aplicaban a las familias. Poner los ingresos en consonancia con los gastos, conseguirlo preferentemente reduciendo gastos en lugar de aumentando los impuestos y, ya que la guerra se había vuelto desgraciadamente necesaria, sufragarla con préstamos cuyo interés se pagaría mediante un nuevo ahorro o un impuesto más: estos fueron los principios de los que Monsieur Necker nunca renegó".

Son ideas de contención que reaparecen en la Historia de forma recurrente. Peter Brown ha explicado con nitidez qué papel jugó la persistente crisis fiscal en la caída de Roma. Ni la España imperial ni la Francia absolutista fueron casos distintos, como recordarían años más tarde tanto Jefferson como Franklin, padres de la nación americana, que aborrecieron del uso indiscriminado de la deuda. Cuando, en su afán por equilibrar el presupuesto, el ministro de finanzas negaba alguna prebenda y le llegaban las inevitables quejas, Monsieur Necker insistía en que cualquier escudo de aquella época -como cualquier euro de hoy-, por insignificante que fuera, era "el impuesto que paga un pueblo" y no el privilegio de nadie. Sabía, según anotó su hija, que "este sistema dirigido a economizar no convenía a cuantos tenían por costumbre "recibir" del gobierno y practicaban la industria de la petición constante como modo de vida". Los economistas actuales hablarían de "elites extractivas".

El enorme crecimiento de la productividad que ha tenido lugar en el último siglo y medio ha permitido un uso más flexible del crédito y del endeudamiento. El capitalismo depende en gran medida de la correcta asignación del capital, lo que significa básicamente que, si tomas prestado a un 5% y obtienes un rendimiento del 10%, vas por el buen camino y no al revés. La deuda ha permitido mejorar increíblemente los estándares de vida de la población, financiando a bajo coste las infraestructuras, la sanidad, la educación, las medidas anticíclicas e incluso la seguridad del Estado. La cuestión es el retorno que se obtiene de muchas de estas políticas y su sostenibilidad en el tiempo. Volviendo a las advertencias de Monsieur Necker, su pregunta por el uso del gasto público vuelve a cobrar actualidad. Cualquier asignación presupuestaria es el impuesto que paga un pueblo por su presente, pero también por su futuro. Y, cuando por intereses electoralistas los gobiernos se obstinan en alimentar esa "industria de la petición constante como modo de vida", el ciudadano crítico no puede dejar de considerar cuáles son los límites de lo razonable. Rozando un endeudamiento público del 100% del PIB, España -con sus autonomías- se apresura a calmar las ansiedades de los distintos grupos de presión, empezando por los pensionistas. Por supuesto, algún día nos arrepentiremos de no haber sido más conservadores con el dinero de todos.

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