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Las cuentas de la vida

Oriente y occidente

Europa y Asia representan mundos culturales diferentes, que entran en conflicto con facilidad. Ahora podría darse uno de estos momentos

Europa es depositaria de la herencia griega, al igual que el Extremo Oriente lo es de Confucio. Son miradas y mundos distintos que han pervivido indiferentes el uno al otro durante siglos, y tal indiferencia -hasta ahora- sólo se ha roto cuando la superioridad occidental en términos tecnológicos se ha hecho evidente; por ejemplo, con la Revolución Industrial y el despliegue del Imperio Británico en Asia (una época que los chinos conocen como "el siglo de las humillaciones", tras su derrota en las Guerras del Opio). La distancia todavía perdura en términos de desarrollo económico, aunque se estrecha año tras año, a medida que China incrementa su influencia mundial no sólo entre sus vecinos: un dominio que también es político y cultural, y que se aleja claramente de los valores propios de la Ilustración que caracterizan a las democracias occidentales. No es cuestión únicamente de la autocracia o del comunismo que permean el gobierno de Pekín, sino -como explica el antiguo ministro portugués para Europa Bruno Maçães- de un corte intelectual muy profundo entre dos mundos, herederos de Grecia o de Confucio. «Los europeos -escribe Maçães- conciben un modelo ideal en sus mentes e intentan llevarlo a término, transformando la realidad para que se acerque a él. La filosofía europea, desde Platón, se ha centrado históricamente en buscar el camino para salvar la brecha entre el ideal abstracto y la realidad. En cambio, para el pensamiento tradicional chino esto no ha sido nunca un problema: en lugar de adaptarse a un modelo, los chinos prefieren proceder de acuerdo con lo que indica realidad y no conforme a unas teorías preestablecidas». Y prosigue el exministro: «Los objetivos políticos se obtienen así a partir de determinadas situaciones prácticas, en vez de perseguir pinturas idealizadas de la realidad».

Por supuesto, se dirá -y con razón- que el realismo no es una tradición política ajena a Occidente, que también cuenta con idealistas y pragmáticos. Pero una parte considerable de nuestros conflictos -no todos- procede de alguna variante utópica de la política. Pensemos en los distintos totalitarismos del siglo XX, o en el resentimiento que ha crecido de forma exponencial en nuestra época bajo el impulso de la sospecha. Pensemos en los círculos identitarios que pugnan incesantemente entre ellos y que se caracterizan por alguna de las variante de la ingeniería social, a la que se llamará "justicia" o "normalización", aunque que en realidad oculta sólo una lectura profundamente ideológica de lo que debe ser -y de lo que no- una sociedad. Como es obvio, la opción para nosotros no es tanto elegir entre Platón y Confucio, sino definir cuáles son los límites de sus respectivos marcos de pensamiento y saber adónde nos conducen. En un mundo sin fronteras definidas, conviene conocer cuáles son nuestros puntos fuertes y cuáles nuestras debilidades.

Sin un modelo ideal jamás habríamos evolucionado hacia la democracia, el reconocimiento de los derechos humanos o la libertad religiosa. La utopía ha hecho posible que mejore la calidad de vida de los trabajadores y que, en el paso de la comunidad a la sociedad, se considere la pluralidad y la diferencia como un valor a preservar. Pero, al mismo tiempo, es el realismo el que define en cada época el marco de lo posible frente a las tentativas de la razón. Y, si pensáramos en las dolorosas consecuencias del irrealismo, sin duda se juzgaría con un mayor escepticismo cualquier promesa: de volver a indexar las pensiones al IPC -a pesar de que sabemos que hacerlo resulta insostenible a largo plazo- a querer romper los países en nombre de cualquier razón ficticia, estimulados por los propagandistas del resentimiento. El realismo nos enseña que nada de lo que hacemos o decimos sale gratis, como tampoco vivir encerrados dentro de una única doctrina que nos impida ver qué sucede fuera de su estrecho campo de análisis; no porque esa realidad no exista, sino porque las ideas pueden cegarnos con su brillo ilusorio. Entre Grecia y el Extremo Oriente, el mundo ha avanzado sin una dirección definida, con saltos hacia delante y otros hacia atrás. Y, de nuevo, ambos mundos se aproximan con prioridades distintas: Europa, ensimismada en la superioridad de sus valores; China, como la potencia emergente que aspira a alterar los actuales equilibrios de poder. En apenas unas décadas sabremos cuál ha sido el resultado de este choque.

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