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La poesía y los muertos

Podría escribir sobre las estupideces de los vivos, que son infinitas de tan innumerables. Podría escribir sobre la irrespetuosa comparación del futbolista Guardiola entre el lazo amarillo y los lazos contra el cáncer o el sida. Podría escribir sobre el soso argumento de que "hay que cambiar la Constitución porque mi generación no la votó" que esgrimió nuestra segunda autoridad autonómica. Pero ante estas cosas -y muchas más que hay y podría-, hoy prefiero la compañía de los muertos. Leer a Séneca cuando los tiempos vienen mal dados, o recordar a poetas que murieron y no pude en su momento.

Un día de esta semana me desperté de madrugada, tomé un libro al azar y leí uno de sus poemas. Trataba de música del XVIII y de una Venecia helada, -como lo estaba esta semana bajo el viento Burián- y de los pechos de una condesa que dormía sola. Su autor nació un día exacto y cuatro años después que yo y la sorpresa ha sido que ya había muerto, dos años atrás. No me enteré: ni en su día, ni después. De hecho este libro estaba apartado desde hacía años de su lugar natural -la poesía hispanoamericana- y había pensado trasladarlo al campo. Pero no lo hice. Había un poema -el que he citado- que lo impedía cada vez que lo apartaba hasta regresar a la estantería donde estaba desubicado. Por el poema mismo -del autor apenas sabía nada- y porque, sin parecerse apenas, lo emparentaba con otro poeta peruano que para mí fue trascendental en mi juventud y así lo he escrito en muchos sitios: Rodolfo Hinostroza. El poema, digo, no su autor, que es -o era- Eduardo Chirinos, tenía cincuenta y cinco años cuando murió hace dos, y escribió poemas muy hermosos. Pensé una vez más que los poetas y los escritores pasamos más horas entre muertos que entre vivos, aunque no lo parezca. Y que nuestro mundo está edificado sobre la herencia más viva de esos muertos: la escritura. De madrugada se piensan estas cosas cuando el azar no le ha llamado a uno por la vía de los negocios, ni de según qué ambiciones terrenales. Como se piensa cuando a uno le aburren las ocurrencias de sus congéneres.

Hace semanas murió también el poeta Pablo García-Baena, el poeta senior del grupo Cántico, el poeta-anticuario. Tenía 95 años. El grupo Cántico -al que el novísimo Carnero dedicó su tesis doctoral- formaba la única corriente culturalista en el país de la poesía social, la berza y la dictadura. Sólo ellos iban contracorriente y pienso que su homosexualidad -la mayoría de sus integrantes lo eran- y el injusto, cuando no aberrante, trato de la época hacia ellos contribuyó y contribuía a esa corriente. Por estética e imaginería, sí, pero también como resistencia y reafirmación en sí mismos. En el caso de García-Baena hay que añadir su profesión de anticuario, relacionada también, si no en su totalidad, sí en cierto modo, con ese mundo.

García-Baena, junto con Vicente Núñez, Julio Aumente, Juan Bernier y Ricardo Molina, formaban el estado mayor de Cántico y en las páginas de su revista -piensen que hablo de los primeros años 50 del pasado siglo- se publicaron poemas de Ungaretti, Lawrence Durrell, Kathleen Raine o Dylan Thomas -las traducciones, por supuesto, eran de Marià Manent, que entonces firmaba Mariano-, Joan Perucho o Joan Vinyoli -que sí firmaban como Joan los dos-, además de los versos preciosistas de sus editores. Guardo algunos números de esa revista -excesivamente poblados por el moho, ya seco- que compré en la librería Cavall Verd hace todos los años del mundo.

Pero vuelvo a García Baena, del que no me he ido. Él fue -como lo fue Vicente Aleixandre y lo fue Gil-Albert- un puerto de acogida de los poetas más jóvenes en los 70. De los que querían romper con el discurso dominante de la poesía española en los 60. Fue, en el fondo, un precursor y uno de los orígenes de la escuela novísima. A mí me gusta mucho un poema suyo titulado Suite inglesa. Sí, como Bach. Es una oda feliz a la anglofilia, donde Ascot se da la mano con unas tazas de porcelana con mandarines chinos, el azul de la pintura de Gainsborough, el viento helado de las Brönte y el suicidio de Virginia Woolf en el río. No sé si Eduardo Chirinos conoció este poema, pero de haberlo conocido sé que le habría gustado y por eso, también, los junto ahora, aquí.

Finalmente Francia. Hace un mes semanas murió el editor parisino Paul Otchakovsky en accidente de tráfico en las Antillas francesas. Su editorial llevaba las iniciales de su nombre P.O.L. -Paul Otchakovsky-Laurens- y publicaba narrativa y también poesía en la misma colección, sin distingos. Descendía de una familia judía de Besarabia, cuando el imperio austrohúngaro. Sus libros eran blancos con letras azules, tan elegantes como austeros. Se veían en todas las mesas y eso que nunca Otchakovsky publicó literatura fácil. Fue el editor de Marguerite Duras, Georges Perec, Jean Rolin y el descubridor de Emmanuel Carrère, tan de moda ahora. Y si digo descubridor es porque Otchakovsky lo hacía todo en su editorial: de scout, de lector, de consejo editorial unipersonal, de impresor casi€ Paul Otchakovsky había sido víctima de abusos en su infancia. Nunca dijo ni escribió nada al respecto. O mejor: sí que dijo: sólo una cosa: que se había salvado a través de la voz de los otros, a través de la literatura, leyendo y publicando esas voces. Gran altura.

Mi recuerdo de él es de agradecimiento. Cuando llevaba dos novelas publicadas en Francia -Háblame del tercer hombre y El mensajero de Argel- me envió un mensaje de invitación a través de mi amigo el dibujante Pierre Le-Tan, también amigo suyo, donde me decía que las puertas de su casa estaban abiertas a mis libros. Soy un hombre leal a quien bien me trata -y así lo ha hecho mi editora francesa siempre-, no hago cálculos y soy más que lento -algo así como un iceberg- en mis movimientos. O sea que me quedé en mi sitio y le di las gracias por la confianza. Pero aquella invitación, debido al respeto que yo le tenía como editor, representó para mí mucho más que una invitación. Aquella invitación, de una manera ú otra, está cerca de mí cada vez que me siento ante la pantalla y escribo. Y eso es impagable. Nunca pude decírselo, pero lo hago ahora, in memoriam y entre dos poetas. Sí que lo hice hace tres semanas cenando con Pierre Le-Tan -se lo dije a Le-Tan, su mediador entonces- en la rue Cherche-Midi de París. París nevado. París blanco como los muertos y la poesía.

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