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Libertad de expresión

El Tribunal Constitucional ha recogido en numerosas sentencias la primacía de la libertad de expresión sobre otros valores constitucionales. Así debe ser en una democracia sólida, en que las ideas compiten lealmente para encontrar la dirección de avance del país. Por ello produce inquietud la acumulación de casos en que recaen duras condenas, incluso de prisión, por supuestos excesos verbales o expresivos. La censura en ARCO de una serie de fotografías de Santiago Sierra sobre "presos políticos" colma el vaso de una paciencia que ya se resquebrajaba con anterioridad: la entrada en prisión de un rapero cuyas letras eran repugnantes o el secuestro de un libro de investigación en materia de narcotráfico.

La libertad de expresión tiene también límites, pero en un régimen libérrimo su frontera ha de calibrarse con gran generosidad. Y no toda transgresión que entre en el terreno de lo chabacano, de lo indecente, de lo heterodoxo, de lo agresivo incluso ha de ser necesariamente sancionada porque el discernimiento de la ciudadanía es capaz de ponderar lo inservible sin necesidad de ayuda del Estado o del sistema penal.

Nuestras leyes son excesivas -las instituciones, en concreto, no han de conservar la arcaica protección que poseen contra la injuria- y conviene que echemos una mirada alrededor para entender que hemos cerrado en exceso el umbral de la ortodoxia. De una ortodoxia de la que, en democracia, todos deberíamos dudar por principio.

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