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Una Cataluña inventada

Cataluña ha sido siempre la adelantada en toda la época contemporánea. Por Cataluña han ingresado en España muchas de las tendencias regeneradoras, la cultura europea, la innovación. Y esta democracia recibió desde el primer momento y desde Cataluña el impulso ordenado de una madurez política ejemplarizante. En una determinada etapa, el catalanismo político, que actuaba en Madrid de la mano de Miquel Roca y en Cataluña de la de Jordi Pujol, fue ejemplo de refinamiento democrático, de capacidad de consenso para impulsar los grandes designios en que se ha embarcado este país desde 1975, incluidos su ingreso en la comunidad internacional y su incorporación a Europa.

Por eso ha sido sorprendente la zafiedad, la falta de sensibilidad y hasta la brutalidad con que el independentismo ha impulsado un imposible cambio legal, que no sólo ha dado muestras de desconcertante insolvencia técnica en el ámbito normativo sino que ha sacado a la luz una agresividad irrespetuosa y autoritaria que es incompatible con el refinamiento que caracteriza a los sistemas democráticos establecidos sobre sociedades maduras. Es muy improbable que Puigdemont o Forcadell sepan quién fue Carl Schmitt (sí lo sabe a ciencia cierta Junqueras, mucho más cultivado), pero la impetuosa acometida contra la legalidad vigente, el repudio a las reglas de la democracia parlamentaria y la construcción del mito de una arcadia virtuosa basada en la independencia engarza con las teorizaciones de aquel enemigo del Estado liberal.

Todo esto es tan absurdo, tan fuera de razón, que la sensación que obtienen muchas personas, incluidos los intelectuales, al observar el paisaje es el estupor. Roger Senserrich, catalán ejerciente, una mente lúcida entre la neblina periodística que nos envuelve, se lamentaba de ello en estos términos: "El referéndum de secesión, si se produce, es una votación para hacerme extranjero en mi propio país. No es sólo una cuestión de España, la Unión Europea, la constitución, la unión dinástica y los reyes católicos. Es la idea que un grupo de políticos, y un montón de votantes detrás, han decidido que el país al que pertenezco, la Barcelona que siempre he amado, no existe y merece ser ignorada. La Barcelona que mira al mundo, que habla con todos, llena de gente de todas partes, es una excusa para una supuesta opresión secular de oscuros intereses españoles, una conspiración monstruosa para reprimir la nación catalana. Una nación que quiere ahora avanzar en solitario, sin nadie con quien hablar, y sin hacer el más mínimo caso a quien francamente preferiría no irse. Un lugar que parece dar más importancia a viejos resentimientos, banderitas y derrotas de hace 300 años que a construir una sociedad abierta, feliz y un punto excéntrica".

Este es el drama de lo que está ocurriendo: mucha gente, la más genuinamente catalana porque participa en gran medida de los valores del cosmopolitismo y a racionalidad que han caracterizado a esta sociedad, no se identifica con el espectáculo denigrante que observa, en este reconocimiento palmario y repulsivo de que el fin justifica los medios, en espectáculos como el del 6 de septiembre en el Parlamento de Cataluña, en que el soberanismo excluyó, despreció y laminó a quienes pensaban distinto con un desparpajo autoritario que ya hubieran querido para sí los sayones de infausta memoria que un día ya lejano tomaron posesión de este país a punta de bayoneta.

La de Puigdemont, Junqueras y Forcadell no es la Cataluña genuina de siempre, la que acogió en los cincuenta y sesenta a cientos de miles de españoles que huían de la miseria y el hambre, la que hizo de Barcelona residencia de la modernidad, la tolerancia y el respeto. La suya es una Cataluña inventada que dejará de ser en cuanto esta panda de falsarios sea desenmascarada.

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