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Antonio Papell

Nacionalismo desleal

La manifestación del sábado fue un elocuente alegato de la sociedad civil catalana contra la inicua agresión del fanatismo islamista. Pero, en cierta medida, fue también el trampolín utilizado por el secesionismo agresivo para violentar al Estado y aprovechar los muertos en beneficio propio. Da asco pero así es en realidad.

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no podía desaprovechar el gran atentado del 17 de agosto para explotarlo en beneficio del proceso soberanista. Ya se sabe que las fuerzas independentistas de Cataluña, animadas por la excentricidad antisistema de la CUP, están obstinadas en conseguir su objetivo a cualquier precio. Y puesto que consideran que el fin justifica los medios, no tienen empacho en recurrir a la deslealtad, no sólo con las demás instituciones del Estado sino también con la propia ciudadanía de Cataluña, engañada a conciencia por estos desaprensivos. Como es conocido, Puigdemont hizo este viernes, víspera de la gran manifestación de Barcelona contra el terrorismo yihadista, unas inaceptables declaraciones a la prensa británica en las que acusaba al Gobierno de hacer política con la seguridad: se quejaba de falta de presupuesto para sostener la policía autonómica y de que esta no tenga libre acceso a Europol. Culpaba, en fin, de los atentados al Estado español.

La indecencia del nacionalismo catalán que Puigdemont representa (el mismo, al parecer, que lanzó Pujol, para concluir tras 23 años en el poder con una historia siniestra de enriquecimiento familiar y de clase) resalta con fuerza porque es muy fácil compararlo con otro nacionalismo, que, aunque puede merecer críticas de otra índole, se ha comportado con lealtad institucional y con rigor ético en relación con el terrorismo etarra: el nacionalismo vasco del PNV.

ETA comenzó a matar en 1961, y no dejó de hacerlo cuando, tras la muerte de Franco en 1975, empezó a erigirse la democracia en este país; finalmente, aquella organización criminal hubo de rendirse en octubre de 2011, derrotada policialmente por el Estado. Pues bien: a pesar de esta lacra maligna que nos persiguió con saña durante cincuenta años, Euskadi accedió a la más intensa y profunda autonomía de su historia en 1979 y creó su propia policía autonómica -la Ertzaintza- en 1982, cuando la violencia de ETA estaba en pleno fragor. En los casi treinta años que el terrorismo siguió acosando las libertades, la Ertzaintza y las fuerzas de seguridad del Estado no registraron incidente reseñable alguno: pese a las lógicas dificultades, las distintas policías convivieron y cooperaron. Y el nacionalismo vasco, que gobernó todo este tiempo salvo en la legislatura 2009-2012, respetó escrupulosamente las reglas de juego en todo momento. Es más: en 1988, todas las fuerzas políticas, nacionalistas y no nacionalistas, firmaron el pacto de Ajuria Enea contra la violencia etarra, que aisló a los terroristas y fue el verdadero fundamento de la derrota de ETA.

El pacto antiyihadista es más simple y más obvio, puesto que no es concebible que el fanatismo de los salafistas encuentre simpatías organizadas en Cataluña, pero la unidad política y la lealtad institucional siguen siendo armas decisivas en la lucha contra esta forma obscena de terror religioso. Pero a Puigdemont y a los suyos, lo que les interesa es abrir abismos entre la policía autonómica y las estatales porque temen que, a la hora de la verdad, esos mismos Mossos d'Esquadra a los que intentan manipular les darán la espalda, y serán consecuentes con el juramento que han hecho de respeto a la Constitución y al estado de derecho.

Lo grave de la situación catalana es que los instigadores de la secesión unilateral han quemado las naves: han apostado tan fuerte, han demostrado tan escaso fervor democrático, han roto tantos puentes que la marcha atrás es para ellos imposible porque supone aceptar, además de la derrota política, el ridículo social.

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