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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Mujeres sin tribu

Nuestras raíces son el tiempo que pasó antes que nosotros. Las personas y los paisajes podrían haber sido otros, pero es aquello que ya ha sido vivido lo que por rachas nos atrae hacia si, incluso aunque no seamos del todo conscientes. La maternidad, por ejemplo, es un modo frecuente de volver a unos orígenes. Regresa la que fue hija, convertida ahora en madre, y en ocasiones sucede que llega a comprender razones que nunca se le habrían pasado por la cabeza. Se llama empatía.

Es curioso que una sociedad que aspira a superar la discriminación de género -y no la diferencia, que existe, no nos engañemos- viva tan de espaldas al matriarcado. A diario hay argumentos que corroboran que, efectivamente, esto último es así; por ejemplo, ahora las chicas anhelan en tropel parecerse a Amancio Ortega, el cofundador de Inditex, mientras que para ellos no existe ninguna figura femenina a imitar, según se desprende de esa encuesta reciente que ya habrá leído, retuiteado o sancionado en alguna parte con un "like".

Para situarnos realmente en igualdad de oportunidades -y eso sirve para cualquier otro colectivo en una tesitura similar- sería útil practicar un corporativismo limpio; el éxito de una sola pionera sirve para quebrantar un poco más el techo de cristal de todas las demás. Hay que consentir y promover que la mujer sea aliada para las de su mismo género, y no solo cuando se halla en situaciones de vulnerabilidad, en las que es relativamente fácil que despierte la conciencia solidaria del resto de la gente. Compasiones por el débil al margen, demasiado a menudo somos nuestras antagonistas más implacables, las que más rivalizan entre si, y no nos damos cuenta de que hay espacio suficiente, si sabemos ocuparlo y sin necesidad de asumir todos o ninguno de los atributos específicos de un hombre.

Recientemente se han abierto debates insólitos en torno a aspectos que nuestras abuelas consideraban absolutamente privados o, como mínimo, reservados a los círculos femeninos, como la polémica sobre las distintas maternidades, incluida la subrogada que, en mi opinión, tiene trecho por reflexionar y le viene grande por ahora a tanta inmadurez social. Respecto a la maternidad clásica, la de toda la vida, resulta que ha pasado a ser una decisión tan pública y colectiva que hay que protocolizarla, como se ha venido haciendo de puntillas con algunos de sus negociados, desde la crianza y la educación a la lactancia, las rutinas de sueño de los hijos o el tipo de inteligencia con el que etiquetamos a cada cuál. Y en ese encarnizado cuerpo a cuerpo entre lo políticamente correcto y el instinto humano, la partida no la ganan las personas ni los lugares, sino lo vivido que, en definitiva, es la mejor prueba documental de cómo hemos llegado hasta aquí. Pretender que ser madre no duele es falaz, porque su efecto transformador no acaba nunca, y algunas de sus etapas pueden resultar menos amables. Pero todo tiene un haz y un envés, como el trabajo, el amor, la amistad y el resto de las pasiones que elegimos o aceptamos con sus claroscuros a cuestas.

Hace unos días leí un artículo, Las madres que nos parieron, de la periodista Patricia Gosálvez, que me pareció una maravilla, entre otras cosas porque demuestra que cuando prescindimos del sistema de valores que en cada época ha marcado cómo deberíamos hacer las cosas de una manera aceptable para los demás, la intuición nos conecta naturalmente con otras generaciones anteriores, aunque haya transcurrido un siglo. La psicoanalista americana Clarissa Pinkola, autora de El jardinero fiel, novela que fue llevada al cine con éxito, dice en otro libro célebre, Mujeres que corren con los lobos, que "la naturaleza salvaje no exige que una mujer sea de un determinado color, tenga una determinada educación o pertenezca a una determinada clase económica", sino que esta "se desarrolla con su propia manera de ser". Y esta esencia se mantiene invariable con el paso del tiempo.

Otra terapeuta, Laura Gutman, sostiene que "hay muchas maneras posibles de vivir, de concebir, de parir y de criar. Tantas como personas en el mundo". Y asegura que las madres jóvenes "esperan nutrirse de la comunidad de mujeres, hoy en día poco visibles en los lugares que solemos frecuentar". El papel de este colectivo ha de ser, dice, el de "una presencia invisible, pero sostenedora y protectora". Echo de menos esa red de sabiduría cuya fortaleza no consiste en transmitir cómo hacer lo correcto sino en crear el entorno de complicidad necesario para que también nosotras podamos correr en paz el riesgo de equivocarnos. Y no hablo solo de criar.

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