La democracia interna en una organización consiste en admitir el gobierno de la mayoría con respeto a la minoría, es decir, sin promover su exclusión, integrándola de la mejor manera posible y permitiéndole participar en los rumbos colectivos.
En los partidos políticos, cuyo objetivo es -antes que cualquier otro- la consecución del poder, tal designo es complejo porque lo habitual cuando hay facciones por lealtades personales o afinidades ideológicas, es que la mayoritaria anule al resto y se reparta internamente los roles principales. Por lo demás, las divisiones escasean en los partidos en las etapas dulces de disfrute del poder y abundan cuando llegan los tiempos de las vacas flacas: cuando no hay harina, todo es mohína.
Lo curioso es que estas reglas se cumplen en los partidos viejos y en los partidos nuevos. La sórdida disputa socialista proviene de su propia crisis y se centra en cómo recuperar el poder perdido. Y la explosión de Podemos, más consistente ideológicamente, tiene también que ver con la manera de conseguir pasar de comparsa a poderoso. En el PP, encumbrado pese a la minoría, todo es gozo y bonanza. En suma, quien está en política es casta porque quiere dominio. Lo cual no es intrínsecamente malo; lo indecente es tratar de disimularlo.