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Joaquín Rábago

Referendos

El resultado del referéndum holandés sobre el acuerdo comercial de la UE con Ucrania no ha gustado nada a algunos columnistas de este país que han trabajado algún tiempo en Bruselas y conocen cómo funcionan allí las cosas. Tampoco a ciertos editorialistas, que han señalado lo que llaman "los límites de la democracia directa" y explican que la consulta popular salió adelante gracias a ciertas redes sociales y grupos radicalmente euroescépticos.

A uno le gustaría saber, sin embargo, si su valoración habría muy otra en todos los casos de haberse pronunciado los holandeses a favor del acuerdo negociado entre Kiev y Bruselas cuyas ventajas para unos y otros están por ver. Cuando los ciudadanos no votan lo que a uno le gustaría, sentimos la tentación de decir que se han equivocado lo que es perfectamente posible o también que han sido manipulados, algo que no puede tampoco descartarse.

Los referendos tienen, es verdad, sus inconvenientes simplifican en exceso, no dejan espacio para los matices y han sido muchas veces el instrumento favorito de de los dictadores. Pero ¿es acaso perfecta nuestra democracia representativa? ¿No simplifican también los partidos? ¿Quién lee sus programas, que luego además muchas veces ni siquiera aquéllos cumplen como hemos visto aquí?

Decepcionados de que se les haga cada vez menos caso, ¿no vuelven los ciudadanos las espaldas a las urnas? Puede resultar en efecto irritante que una consulta como la que acaba de realizarse en Holanda sirva sobre todo a los intereses de grupos que no creen en la Unión Europea como el del ultraderechista Geert Wilders.

Pero en lugar de rasgarnos las vestiduras, deberíamos analizar por qué formaciones como ésa, el Frente Nacional francés de Marine le Pen, Alternativa para Alemania, el UKIP británico y otras equivalentes, con todas las diferencias que se quieran, ejercen cada vez mayor atractivo sobre los votantes. ¿No es significativo, por ejemplo, que muchos de esos partidos consigan seducir a gentes pertenecientes a las clases medias o trabajadoras y que antes votaron al centroderecha o a la izquierda como ocurre, por ejemplo, en Francia?

¿No será que cada vez más ciudadanos sienten que los partidos tradicionales, a los que antes votaban por fidelidad o tradición y que se han turnado durante años en el poder o incluso gobernado en coalición hasta el punto de casi confundirse, ya no les escuchan? ¿No será que los ciudadanos ven en Bruselas sólo fríos tecnócratas ajenos a sus cotidianas preocupaciones, se sienten cada más impotentes y recuerdan con nostalgia un tiempo en el que el Estado les ofrecía una seguridad dentro de sus fronteras que ahora echan tanto en falta?

En lugar de culpar a los ciudadanos de que hayan votado algo que no nos satisface, deberíamos preocuparnos de ver los errores cometidos en la construcción europea para intentar ponerles remedio si aún es posible antes de que todo el edificio se venga abajo como a algunos sin duda les gustaría que ocurriera.

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