Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Falsos salvavidas

Desde hace unos años, Jaume Vidal pasa una gran parte del año en la isla griega de Tilos. La isla es pequeña 59 kilómetros cuadrados y está en el archipiélago del Dodecaneso, cerca de la costa turca. Tilos es una isla árida y montañosa, sin apenas hoteles, ya que los pocos turistas que van allá son americanos y australianos de origen griego que se han comprado una casita en la isla. Mirando las fotos de Tilos que he encontrado lomas áridas, unas pocas casas encaladas, unas calas de agua tan transparente que hace daño a los ojos, recuerdo algunos poemas del poeta americano Jack Gilbert, que vivió en la isla griega de Paros en los años 60. En su época, los campesinos escondían las colmenas de miel en las montañas, por miedo a que alguien se las robase (los isleños siempre hemos sido vecinos muy complicados). Cuando Gilbert volvió a Paros en los años 90, descubrió que la isla que amaba ya no existía: casi no quedaban campesinos ni pescadores, ni mucho menos colmenas en las montañas. Por suerte, los recuerdos de la isla que amó perviven en sus poemas: "Miramos las estrellas y no/ están allá arriba. Vemos el recuerdo/ de cuando sí estaban, hace mucho tiempo./ Pero eso también es mucho más que suficiente". Y eso es lo que me pasa cuando miro las fotos de Tilos: aunque no haya estado nunca allí, me digo que con sólo ver esas fotos ya es más que suficiente.

A Jaume Vidal no le gusta que se hable de Tilos, por miedo a que le ocurra lo mismo que a Jack Gilbert y un día regrese a "su" isla y se encuentre con que la isla que amaba ya no existe. Pero debo hablar aquí de Tilos porque Jaume me contó que los refugiados sirios también estaban llegando allí, a pesar de que la isla no se halla en las rutas habituales de los refugiados. Y hace poco, paseando por una playa, Jaume se encontró con un equipo de socorristas que acababan de atender a unos refugiados recién desembarcados. Jaume se puso a hablar con ellos y un socorrista le enseñó uno de los chalecos salvavidas que llevaban los refugiados. Era de color naranja, bien reluciente, y lucía el logotipo de una bonita marca comercial. Los chalecos costaban cien euros en Turquía, una barbaridad, pero los pobres refugiados los compraban porque creían estar comprando un seguro de vida. Nada más falso. Los chalecos eran inservibles porque estaban rellenos de gomaespuma y de otros materiales que no flotan sino que se hunden con gran facilidad. Más que un seguro, aquellos chalecos salvavidas eran una garantía de muerte si la barca se iba a pique. Hace poco, la policía turca descubrió una fábrica clandestina en Izmir Esmirna, en la que se fabricaban esos chalecos salvavidas falsos. Pero seguro que hay otras muchas y nadie las busca: con una sola fábrica desmantelada, y la noticia en la prensa que nos haga creer que ese negocio cruel se ha acabado, es mucho más que suficiente.

Supongo que son hechos tan vergonzosos como éstos los que impulsan a mucha gente a echarse en brazos de los partidos más mesiánicos y más caudillistas, aunque estos partidos, me temo, sean en el fondo como esos chalecos salvavidas falsos que hunden a quien los lleva en vez de mantenerlo a flote. Ahora bien, ¿cómo es posible no indignarse cuando uno se entera de que hay gente que está forrándose con estos chalecos fraudulentos a costa de los pobres refugiados sirios? ¿Y cómo no cabrearse cuando uno descubre lo que le pagan a un camarero, o a un empleado de supermercado, o a un médico que hace guardias en la UCI? ¿Y cómo no hervir de rabia cuando vamos descubriendo todos los escándalos del PP? Y eso mismo ese cabreo, esa vergüenza es lo impulsa a mucha gente a votar a los partidos que no tienen ni idea de casi nada, pero que prometen arreglarlo todo con una varita mágica, y que encima están dirigidos por unos líderes megalómanos que apenas creen en la democracia representativa, aunque se pasen la vida repitiendo las palabras "democracia" y "democratización". Pero esto es lo que tenemos. A un lado, estafadores y sinvergüenzas que no tienen ningún reparo en quedarse con el dinero público. Y al otro, salvapatrias y engañabobos que se aprovechan de la indignación y el hartazgo. Un mal negocio para todos.

Pero no quiero caer en el pesimismo. Si Jack Gilbert podía evocar el recuerdo de las estrellas cuando sí estaban allá arriba, y eso ya le parecía más que suficiente, siempre hay un motivo para no dejarse llevar por el desánimo. El pasado verano, en Belfast, Van Morrison dio un concierto en la misma Cyprus Avenue la calle que daba título a una de sus mejores canciones, justo el día de su setenta cumpleaños. Antes de cantar una de sus canciones que hablaba de su infancia en Belfast, Morrison preguntó: "¿Se acuerda alguien de la heladería Fusco's?". Mucha gente del público asintió riendo: claro que se acordaban de Fusco's. Y yo también me acordaba de Fusco's, y eso que nunca había estado en la heladería, porque su nombre aparece en la maravillosa On Hyndford Street y desde entonces me ha parecido un lugar tan familiar como Can Joan de s'Aigo (que durante unos años fue de mi abuelo). Pero lo bueno del caso viene ahora: he buscado Fusco's en Street View, pensando que sería imposible encontrarla, y me encuentro con que la heladería pequeña, modesta, con unas pocas mesas altas y taburetes niquelados sigue en pie en el mismo sitio donde estaba hace sesenta años, cuando Van Morrison era un niño.

O sea, que en el mundo de los canallas que estafan a los pobres refugiados sirios con chalecos salvavidas falsos aún existe la heladería Fusco's en la que el joven Van Morrison, hace casi sesenta años, se paraba a tomar un helado cuando iba a pasear por las afueras de Belfast. Y aunque eso no sea mucho, y aunque uno sepa que los canallas siempre acaban ganando la partida, saber eso me ha hecho pensar lo mismo que el poema de Jack Gilbert. Y quizá, después de todo, un hecho así, tan minúsculo, tan modesto, sea más que suficiente.

Compartir el artículo

stats