Diario de Mallorca

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Las siete esquinas

Buenas vibraciones

Todos los veranos, si voy escuchando Radio 3 en el coche cosa que hago a menudo, me encuentro con una canción de los Beach Boys, y entonces me doy cuenta de que nunca habrá una música comparable a la de los Beach Boys para definir la esencia del verano. Una esencia, por cierto, que quizá se haya perdido para siempre en estos tiempos de precariedad e incertidumbre, en los que cualquier nuevo empleado de una empresa si tiene la suerte de tener ese empleo no tendrá derecho a vacaciones veraniegas y se verá obligado a seguir trabajando hasta que lo despidan o le renueven el contrato (sin derecho a vacaciones, por supuesto). Porque esa promesa de felicidad y de verano interminable que anunciaban los Beach Boys parece cada vez más irrealizable en un mundo corroído por la ansiedad y la desconfianza, en el que todos sospechamos que esa felicidad que nos anuncian cada día gobiernos y publicistas basta ver los anuncios de cerveza no es más que una fantasmagoría creada con nuestras propias frustraciones.

Pero la música de los Beach Boys surgió de un mundo en el que todas esas amenazas no existían, porque los Beach Boys aparecieron en una sociedad que estaba convencida de vivir en la seguridad y en la estabilidad permanentes, algo muy parecido a lo que ocurrió con los Beatles en Inglaterra. Y si alguna vez fue cierta la promesa que hizo Thomas Jefferson a los americanos en 1776 el derecho a la consecución de la felicidad, eso ocurrió a principios de los años 60, cuando los Beach Boys y ese genio taciturno que era Brian Wilson empezaron a componer sus canciones en la casa familiar de los Wilson, en un lugar llamado Hawthorne, California. Y por supuesto que esa música no hubiera sido posible en ningún otro sitio que no fuera California: el lugar donde se fraguó el mito del verano eterno y el mito de la eterna juventud, un mito que los Beach Boys hicieron mucho más real con sus canciones. Porque la América de los Beach Boys era la América próspera y optimista que podía permitirse dar lecciones al mundo, aunque esas lecciones no siempre fuesen bien recibidas. Recuerdo, por ejemplo, que en los tiempos sombríos de la universidad de Palma, en los paranoicos años 70, un tipo me dijo que los Beach Boys eran un invento de la CIA, y alguna vez llegué a pensar tan tontos son los estudiantes que se creen muy progres que aquello era posible, sin caer en la cuenta de que la CIA nunca podría llegar a tener el talento de Brian Wilson; y peor aún, sin caer en la cuenta de que era justamente al revés: los Beach Boys no eran un invento de la CIA, sino la consecuencia de que en América y sobre todo en California reinase el optimismo suficiente como para que mucha gente llegara a creer que la vida podía ser un verano sin fin. Y que nada de eso fuera real como demostró la historia posterior de los propios Beach Boys no quita ni un ápice de verosimilitud a la felicidad que los Beach Boys consiguieron atrapar en sus canciones, incluso en aquéllas que eran más desconfiadas o más incrédulas, incluso en aquéllas que hablaban como quien no quiere la cosa de las sombras más peligrosas de la vida.

Y hubo muchas sombras en la vida de los Beach Boys, empezando por el padre de los hermanos Wilson, que los explotó y los humilló como si fueran un hatajo de menores de edad, y terminando por la locura que se fue apoderando de Brian Wilson, el genio del grupo, el hombre que ideó las complejas armonías vocales y los arabescos instrumentales que siempre asociaremos con la música de los Beach Boys (en Spotify se puede apreciar cómo funcionaba la mente de Brian Wilson, porque en algún sitio quedaron registrados todos los tanteos que hizo en el estudio de grabación hasta dar con el sonido definitivo de Good Vibrations, algo así como ver los borradores de un poema de Yeats o las versiones desechadas de un cuadro de Modigliani). Pero ese esfuerzo, claro está, acabó pasándole factura. Y una tarde, en la terraza del bar s'Olivera, en Valldemossa, Miguel Dalmau nos explicó a unos cuantos amigos cómo Brian Wilson, él solito, concibió un día de 1966 el descabellado proyecto de hacer algo que superara para siempre todo lo que habían hecho los Beatles y Dylan y los Rolling Stones. Y él solo, repito, sin productores ni asesores ni arreglistas. De aquel proyecto salió uno de los mejores álbumes de todos los tiempos, Pet Sounds, y una de las mejores canciones de todos los tiempos, Good Vibrations, pero aquel proyecto o más bien delirio era humanamente impracticable y Brian Wilson acabó perdiendo la razón.

Hay una foto en la que se ve a Brian Wilson encerrado en su estudio, con la mirada enfebrecida y manipulando su consola de mezclas como si fuera un científico loco intentando encontrar la fórmula que le permitiese dominar el mundo. Pero por entonces Brian Wilson ya ni siquiera sabía lo que quería, porque su sueño de hacer algo tan bueno y tan complejo que nadie más lograra hacerlo nunca jamás, desbancando así a todos sus competidores en la historia del rock, era algo tan descabellado como cruzar el Océano Pacífico a nado. Pero Brian Wilson logró disfrutar al menos de seis años de gran energía creativa, entre 1961 y 1967, y ese tiempo le bastó para demostrar que había sido capaz de descubrir la fórmula que definiera para siempre la inolvidable felicidad de un largo verano. Si lo escuchan, sabrán por qué.

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