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Antonio Papell

La gran convulsión

La política española ha experimentado una gran convulsión. Si se computan las ciudades de más de 50.000 habitantes, más Soria y Teruel como capitales de provincia, que son en total 142 (se han excluido del cálculo Melilla, La Laguna y Lorca, donde las elecciones han sido impugnadas), el PP ha pasado de gobernar en 85 grandes ciudades a sólo 35, lo que representa perder el control local sobre unos once millones de personas (una rebaja de 16 millones a cinco). El PSOE, por su parte, ha pasado de gobernar 37 de esas ciudades a 68.

La gran mudanza ha venido urgida sin embargo por los partidos nuevos, que han conseguido adueñarse de una parte notable de la representación, lo que ha obligado a pactos de gobierno. En unos 6.000 de los más de 8.000 ayuntamientos, no han sido necesarios sin embargo acuerdos tras la elección.

Este gran batacazo del Partido Popular, que venía de unos resultados magníficos en 2011, ha tenido dos padres: la crisis económica y la corrupción. Es evidente que entre el PSOE, que impulsó los primeros y drásticos recortes y reformó la Constitución, y el PP, que acabó el colosal ajuste, hemos salido de la fase recesiva del ciclo y nos encontramos en plena etapa de crecimiento, pero a todas luces la ciudadanía reprocha a los grandes partidos una gran falta de sensibilidad a la hora de aplicar unas políticas de dureza que han ido en varios sentidos más allá de lo tolerable. La condescendencia con los desahucios de primeras viviendas cuando al mismo tiempo se concedía a las instituciones financieras más de 50.000 millones de euros de dinero público para tapar agujeros compendia el dislate que ahora las grandes fuerzas políticas están teniendo que pagar.

Naturalmente, la evidencia de que mientras la ciudadanía, aterrada por la pérdida brutal de expectativas, sufría con gran intensidad los efectos de la crisis, se estaba produciendo un gran latrocinio ante sus propios ojos ha terminado de encrespar los ánimos de los electores, que si bien se mira han sido incluso benévolos con los autores del gran desmán.

Así pues, podría decirse que el electorado se ha tomado la justicia por su mano, si bien el dictamen final no ha sido todavía pronunciado: lo que suceda en las elecciones generales de finales de año dependerá del desarrollo de los nuevos ayuntamientos y de las nuevas comunidades autónomas (éstas, todavía por constituir). En el medio año que queda -salvo anticipo- para las legislativas, habrá tiempo de valorar la ejecutoria de los nuevos equipos. Y muy especialmente de aquellas coaliciones de electores de Madrid y Barcelona que han tomado el mando en megalópolis muy complejas, y de las que depende buena parte del proceso económico de este país. Parece claro que del acierto de Manuela Carmena y Ada Colau dependerá en gran medida la reafirmación de muchos electores que han apoyado las nuevas opciones políticas. Si los grandes conglomerados de izquierdas pasan la prueba y si los equipos de gobierno impulsados por Ciudadanos y por Podemos resultan satisfactorios para sus destinatarios, la próxima legislatura estará cargada de novedades porque previsiblemente el futuro gobierno de la nación se basará en una coalición, algo inédito en este país.

Y en sentido contrario, PP y PSOE se juegan también el ser o no ser. Si gestionan adecuadamente sus nuevas responsabilidades de poder y se adaptan a los requerimientos mayoritarios de una ciudadanía que exige cambios e impone regeneración hasta las últimas consecuencias, la revolución en ciernes podría minimizarse. De cualquier modo, por una u otra vía, ya nada volverá a ser como antes.

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