Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Nada tiene que ver el título de esta columna con ese pequeño y hermoso archipiélago situado frente a las costas gallegas, a la altura de la ría de Vigo, las Cíes, sino con algo opaco: los centros de internamiento de extranjeros. Son ocho los existentes en nuestro país, y lo que ocurre entre sus paredes será prácticamente desconocido de la mayoría de los lectores, como lo era en buena medida de quien escribe hasta que tuvo la ocasión de hablar con una de esas personas que altruista y voluntariamente se preocupan de los seres humanos allí encerrados en espera de expulsión.

Pues de seres humanos se trata aunque a veces no los veamos como tales, gentes que no han cometido delito alguno si no es el de haber nacido en países donde la general miseria contrasta con la insolente opulencia de quienes, muchas veces con nuestro apoyo, tan despóticamente los gobiernan. Son centros que dependen del ministerio del Interior y no, por ejemplo, del de Asuntos Sociales, como sería tal vez más lógico, al no albergar a criminales sino a personas en situación irregular, que han tenido la desgracia de ser detenidas de manera cautelar y a quienes se ha aplicado la llamada "ley de extranjería".

Las organizaciones de derechos humanos que se preocupan de lo que allí ocurre han calificado de "reglamento de la vergüenza" al que gobierna esos centros, dado el tratamiento que reciben los internos, encerrados hasta ocho por celda, separados aunque se trate de marido y mujer, sin biblioteca donde pasar el tiempo ni apenas posibilidad de ocio, expuestos a eventuales vejaciones, por decirlo suavemente, de sus guardianes, que son policías nacionales y no funcionarios de prisiones. Personas que a título individual y no como parte de alguna ONG como la Cruz Roja acuden con regularidad a esos centros y se preocupan por los internos, identificados no por sus nombres sino sólo por números y con quienes sólo pueden comunicarse a través de una mampara de cristal, hablan de problemas de indefensión, higiene y otros que en algunos casos claman al cielo.

Muchos no saben siquiera que tienen derecho a intérprete, a un abogado de oficio, a ser informados desde el primer momento sobre su situación y pasan así hasta el máximo de sesenta días que establece la ley antes de que sean expulsados de país o, si se les permite quedarse, puestos simplemente en libertad sin recibir ningún tipo de asistencia. En ese caso se les devuelve el teléfono móvil si es que lo tenían en el momento de la detención y se les abandona a su suerte. A los que se decide expulsar, los meten en algún vuelo especialmente fletado o en un avión de línea regular para devolverlos a sus países de origen o a veces a cualquier otro del mismo continente porque hay a quienes todos esos países deben de parecerles iguales.

Diversas asociaciones y colectivos pro derechos humanos, como SOS Racismo, Pueblos Unidos, Andalucía Acoge o Ferrocarril Clandestino, por sólo citar algunos, están empeñados en una campaña para llamar la atención de los ciudadanos sobre lo que ocurre en esos establecimientos, cuyo cierre además reclaman. No entienden que en una época en la que no hay ya fronteras para empresas ni capitales, pueda someterse a un trato semejante a seres humanos que no han delinquido, sino que sólo tratan de escapar, si no de la explotación, que eso es más difícil también aquí, al menos de la miseria.

Y hablamos sólo de los más afortunados, de quienes consiguen tras incontables calamidades llegar a nuestras costas. Porque otros ¿cuántos?, se cuentan por miles se quedaron por el camino, enterrados en las arenas del desierto o tragados por las aguas del Mediterráneo sin que nunca sepamos, ni parezca en el fondo importarnos, quiénes eran. Porque hay mucho de racismo en la general indiferencia frente a la tragedia cotidiana de esos millares de seres humanos que tienen ojos, brazos, piernas y por supuesto cerebro como nosotros, pero al mismo tiempo la desgracia y no es poca de haber nacido con la piel más oscura que la nuestra.

Y, se preguntan las organizaciones humanitarias, ¿no sería más sensato que el dinero que se gasta en la vigilancia de las fronteras europeas frente a esas pacíficas invasiones se gastase en ayudar directamente a los países de origen para que nadie tuviese que emigrar por culpa de la miseria más extrema, de invasiones militares o de guerras a las que nosotros no somos tampoco muchas veces ajenos?

Compartir el artículo

stats