"El día en que el crimen se engalana con los restos de la inocencia, por efecto de una curiosa subversión propia de nuestro tiempo, es la inocencia la que tiene que justificarse". Al menos eso dice Albert Camus en El hombre rebelde. El relativismo moderno nos ha acostumbrado a que todas las políticas, ideologías o conductas sean igualmente respetables. De esta manera, la democracia se convierte en una mera autorización para hacer lo que se quiera. Los criminales pasan por un proceso de victimización a través del cual se convierten en inocentes luchadores por su autenticidad o la de su pueblo. Que, al final, es lo único que cuenta. Esto fue ya denunciado por el filósofo francés Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia.

Sólo en una sociedad empapada de este relativismo cobarde se entiende que se produzcan escenas tan bochornosas e insultantes como las vividas por las víctimas del terrorismo en su última peregrinación por el País Vasco. O el comportamiento de los ex presos etarras durante estas semanas. Porque no es cierto. No todas las ideologías ni mucho menos las conductas son igualmente respetables. Ni equivalentes. Todos los ciudadanos son, o deberían ser, titulares de los mismos derechos. Que incluyen la libertad de creer o no creer en dioses o patrias diferentes. Y no es igualmente respetable quien asesina, secuestra o tortura a su vecino por defender una patria que él considera equivocada, que aquél que lucha por ella dentro de los cauces democráticos.

"Los nuestros en la calle y los vuestros en el hoyo" fue el grito que tuvieron que escuchar las víctimas de ETA, procedentes de sus partidarios. Desde que el Tribunal de Estrasburgo derogara la doctrina Parot, desde luego la primera parte de la premisa se cumple a rajatabla en la mayoría de casos. Lástima que ningún tribunal de derechos humanos pueda hacer reversible la segunda. #63asesinos309asesinados se convirtió en trending topic el día en que los ex presos de ETA se reunieron en una rueda de prensa conjunta. Sin preguntas, por supuesto. Porque, al final, como asevera Camus, los criminales no tienen por qué justificarse. Ni motivo por el cual tener que pedir perdón a las víctimas. Son estas últimas quienes ahora parecen tener que acreditar sus razones para no querer participar en el proceso de paz propuesto por los terroristas y quienes les apoyan. Una de las detenidas el pasado día 8 en la operación contra el grupo de apoyo a los presos, Arantza Zulueta, aseguraba textualmente en una conversación grabada por los servicios antiterroristas que "estoy aquí porque ETA me ha dicho que esté. El día que ETA me diga que coja una pistola y mate, lo haré". Con semejantes argumentos, parece que ni asociaciones de víctimas, ni partidos políticos, ni ciudadano alguno tendría por qué justificar su negativa al acercamiento de presos a las cárceles vascas, a la aplicación de beneficios penitenciarios o a intervenir en este proceso de paz.

Nietzsche sostenía que "las consecuencias de nuestros actos nos cogen por los pelos, indiferentes a que en el intervalo nos hayamos vuelto mejores". Así debería ser en una democracia seria y madura, para que la sociedad no acabe repudiando la idea de la responsabilidad para anclarse en el infantilismo permanente. Quien ha asesinado, secuestrado o torturado a otro ciudadano tiene que asumir las consecuencias. Aunque en la actualidad haya dejado de hacerlo. Pero los ex presos de la banda terrorista se pretenden más allá del bien y del mal y rechazan cualquier tipo de sanción para sus compañeros de travesuras. En este escenario, la justicia se hace imprescindible para evitar la venganza de las víctimas.

Aun así, parece que en la sociedad española se ha ido elaborando un modelo de lectura de la situación en el País Vasco en la que se trata de no implicarse jamás salvo que los intereses particulares de cada uno estén directamente en juego. De esta manera, triunfa un principio de equivalencia entre víctimas y verdugos. El rechazo del maniqueísmo pretendiendo que nadie es bueno ni malo, la equiparación de los que disparan el tiro en la nuca y los que lo reciben, no supone sino una simpatía activa hacia el agresor. No tomar partido entre el que usa la fuerza y el que no, es en realidad apostar por el primero, animarle en sus empresas. Este tipo de neutralidad es el otro nombre de la complicidad. Brukner lo expresa perfectamente al decir que tanto peor para las víctimas, a las que se despoja incluso del respeto a sus sufrimientos, confundiéndolas con sus verdugos. Es hora de replantearse esa equidistancia.